Análisis

Trabajo, dignidad y democracia

Un repartidor de Deliveroo en bici.

Un repartidor de Deliveroo en bici.

Jordi Alberich

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Tradicionalmente, los periodos de crisis eran como los túneles que uno encuentra en un largo trayecto por carretera. El paisaje y la luz desparecen para adentrarnos en un espacio cerrado y oscuro del que, antes o después, se sale para recuperar el panorama perdido. Sin embargo, no ha sido el caso de esta última crisis: el paisaje que nos encontramos es muy distinto del que conocíamos.

La diferencia fundamental radica en que, durante décadas, un puesto de trabajo garantizaba la posibilidad de una vida digna. Trabajar permitía llegar a fin de mes y, a su vez, era sinónimo de estabilidad, arraigo y confianza en un futuro mejor. Hoy no es así para millones de ciudadanos que, pese a trabajar, se hallan sumidos en diversas formas de precariedad.

Los datos resultan contundentes. No solo los que se refieren a la duración de los contratos, también los que reflejan la caída en las remuneraciones, o los abusos en la externalización, que tienen en el caso de las 'kellys' su ejemplo más paradigmático. Una realidad especialmente dramática entre los más jóvenes, a las que se les imposibilita el ser dueños de sus propias vidas. Y si bien se da en todo Occidente, adquiere mayor gravedad en el caso español.

Ello por diversas razones, entre las cuales destaca el enorme peso del turismo y los servicios en nuestra economía. Por su propia naturaleza, estos sectores tienden a la estacionalidad y los trabajos de escaso valor añadido. A su vez, en España hemos tendido a vincular flexibilidad laboral con precariedad cuando, bien gestionada, dicha flexibilidad puede favorecer la estabilidad, especialmente en época de crisis, al permitir un reparto del trabajo sin recurrir al ajuste vía pérdida de puestos de trabajo. Finalmente, la desconfianza mutua lleva a cubrir posiciones estables con trabajadores temporales.

El problema es de una enorme complejidad. Su solución a largo plazo pasa por una Unión Europea capaz de gobernar la globalización y conducir la revolución tecnológica; por que las diversas administraciones experimenten con iniciativas orientadas a los colectivos más frágiles; por un tejido empresarial que se comprometa con la estabilidad laboral; y por una leal colaboración entre administraciones y empresas para mejorar la formación de los trabajadores.

La dignidad laboral es, en primer lugar, una exigencia moral. Pero, también, una necesidad para la propia convivencia de capitalismo y democracia. La alternativa es capitalismo sin democracia.