Peccata minuta

Sala Oval

¿No hay en Barcelona, al margen del MNAC, palacetes o grandes salones para albergar una comilona de mandamases pagada con dinero público?

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Joan Ollé

Joan Ollé

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No tengo nada en contra ni tampoco, en principio,  a favor de Dios ni de la monarquia –institución míticamente dependiente de Él–, pero sí con algunos de los representantes terrenales de Uno y otra. Podemos dudar racionalmente de la existencia del Primero, pero no de la realeza, que se prodiga en papel 'couché', recepciones, inauguraciones, pascuas militares, viajes, hijos, sonrisas y discursos navideños. Ahora bien: si algún grupo humano tiende a buscar 'primus inter pares' entre ellos –una reunión de comunidad de propietarios o una asamblea de la CUP, por ejemplo– probablemente elegirán al líder por sus méritos dialécticos, no por su  sangre.

No me preocupó en exceso la alocución de Felipe VI del 3 de octubre del 2017, ya que bajando el volumen de la radio, la tele, las redes o el periódico podías desoír sus sentidas palabras. Pero sí me resulta un brutal atentado contra Catalunya, la cultura y el sentido común que el MNAC haya tenido que cerrar sus puertas el pasado jueves porque el Señor y la Delegación del Gobierno así lo decidiesen.

Los museos cierran los lunes, no los jueves. Me pongo en la piel de cualquier turista de Colorado, Kyoto o Murcia que hubiese  comprado  su entrada por internet (12 euros) con semanas o meses de antelación y al llegar a la puerta le dicen que otro día será. Esto no es serio. ¿O es que en Barcelona no hay palacetes ni grandes salones para albergar una comilona de mandamases pagada con dinero público? El MNAC cierra a las ocho de la tarde y no creo que los selectos comensales tuviesen hambre antes de esta hora. ¿Problemas de seguridad? ¡Anda, hombre! Si no se fiaban de los Mossos, que hubiesen enviado a la policía nacional y a la benemérita a aporrear a los visitantes que se negaran abandonar el recinto a la hora prevista.

Mi ignorancia es tal que no sé si alguno de los más prestigiados  museos del mundo ha vetado alguna vez sus tesoros al público para convertirse en circunstanciales restaurantes de 'catering' de cinco estrellas. Que aquello que llamábamos  cultura –y nos hacía mejores ciudadanos– se ha convertido en una zarrapastrosa cenicienta ya lo sabíamos, ya que en las muchas elecciones a las que últimamente hemos sido convocados ningún líder ni lideresa, ávidos de votos 'pavlovianos', no pronunció esta palabra. Tal vez debido a eso, todas y todos  fuimos responsables de que, por una noche, Felipe VI se convirtiese en el regio pantocrátor de Taüll.