TRIBUNA
Asesinos de mujeres, ¿buenos padres?
Seguimos escuchando discursos que dividen, de forma artificial y aséptica, el rol parental y el conyugal
Gemma Altell
Psicóloga social. Fundadora de G360.
Gemma Altell
El Tribunal Supremo ya ha dictado algunas sentencias que avalan la retirada de la Patria Potestad a los padres en caso de asesinato o intento de asesinato de sus parejas (madres de las criaturas). Es una buena noticia.
En cualquier juicio la sentencia dependerá de diversos factores pero, como mínimo, parece que se empieza a producir un cambio en la concepción del rol del padre en los casos de violencia de género. Desgraciadamente no parece haber calado este cambio, de momento, profundamente ni en el sistema judicial, ni en buena parte del sistema de atención y protección de niños y niñas ni en la opinión pública. Seguimos escuchando discursos que dividen, de forma artificial y aséptica, el rol parental y el conyugal. ¿Realmente creemos que un hombre que mata a la madre de sus hijos o hijas puede en ningún caso ser un buen padre? ¿Alguien que decide dañar a sus hijos o hijas hasta el punto de dejarlos huérfanos puede ser un buen padre? Pretender separar estas dos facetas sólo puede responder a la construcción patriarcal de nuestra sociedad una vez más. Bajo este paradigma es la figura en sí misma, la del padre, la que está sacralizada al punto de entenderse como imprescindible para su descendencia independientemente de su comportamiento para con sus hijos o hijas.
Ser padre no es un derecho
En ese mismo contínuum patriarcal en el que seguimos viviendo la infancia es considerada, de facto, “propiedad” de sus padres y madres pasando los derechos de los adultos por encima de las necesidades y afectos o desafectos de los niños y niñas. En el casos de los menores que han perdido a su madre asesinada por su padre a menudo oímos decir “ pero… es su padre” como si estuviéramos ante una situación dilemática. Ser padre no es un derecho. Es una responsabilidad que uno contrae desde el nacimiento del menor y que, por supuesto, incluye la ausencia de violencia en todas sus formas, el respeto por los hijos e hijas y por todo aquello significativo para ellos. Matar a su madre es una de las violencias más graves (por no decir la más grave) que un padre puede ejercer.
Cuando el sistema pretende torcer la realidad al punto de pretender valorar el ejercicio de la paternidad de un asesino en base a si ha jugado con el niño o niña o si les ha acompañado al colegio alguna vez se produce una violencia institucional que transmite a la infancia el mensaje de que “alguien que te ha dañado te puede seguir queriendo y cuidando”.
Afortunadamente en Catalunya tenemos una red de servicios integrales de atención a las violencias machistas que aseguran, incluso en el momento inicial después del asesinato, la disponibilidad de atención psicológica a los niños y niñas. Aún así, harían falta muchos más recursos económicos y sensibilización para comprender la complejidad de una situación de este tipo.
Los vínculos afectivos positivos se construyen en base a las relaciones de confianza mutua y respeto. Los lazos de sangre no aseguran una mayor capacidad afectiva per se. Debemos empezar a cambiar estos constructos basados en un solo modelo familiar tradicional al que proteger.
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