Los ciudadanos y las leyes

De parejas, costumbres y sexo

La polémica sobre el matrimonio homosexual en Francia refleja las paradojas sociales del país

SALVADOR GINER

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Tenía trabajo en París el lunes pasado y por eso estaba allí el domingo. Con la intención de acudir a una comedia en el infalible Teatro del Rond Point, al final de los Campos Elíseos, me di de bruces con la ingente manifestación de gentes cuya mayor preocupación no es la recesión económica ni el fanatismo terrorista sino el matrimonio entre homosexuales. Francia, siguiendo el ejemplo español, ha aprobado una ley que permite el matrimonio entre homosexuales. La primera de estas bodasalegres -que no otra cosa es lo que quiere decir la palabra inglesagay- ya ha tenido lugar esta semana en Montpellier.

La virulencia de la reacción de una parte de la sociedad francesa, la más conservadora, ha sorprendido a quienes imaginan a Francia como un dechado de progresismo. Como todos los países de raíz católica de Europa, Francia ha poseído siempre una potente derecha que confunde religión con política de la intolerancia, y que por lo tanto niega los principios más elementales del civismo. El potente movimiento contra los matrimonios entre homosexuales responde a esa actitud, por mucho que use las garantías constitucionales para socavarlas. Prueba de ello es que estos indignados de la gran derecha salen a la calle contra una ley legítima, aprobada por el Parlamento. Salen para desobedecerla.

Tiempo, el nuestro, de paradojas. Desde mediados del siglo pasado, la vieja idea laica contra el matrimonio supuestamente burgués se fue abriendo paso. Ello justificó la legalización del divorcio. Lo importante, decíase cada vez más, era el amor, la decisión de vivir juntos, y si mucho nos apuraban, hasta el amor libre mismo. Lo progresista era no casarse -como ya habían predicado mucho antes los viejos anarquistas, o la izquierda laica de antaño- y demostrar a propios y extraños que la convivencia era un acto supremo de libertad. Esta idea fue calando, hasta tal punto que los hijos naturales desaparecían de los códigos civiles. Toda persona, por el mero hecho de existir, era por fin considerada legítima. Por ello andando el tiempo, un par de decenios, tenemos hoy a un buen número de progresistas casándose civil o religiosamente, mientras que no pocos conviven regularmente, con su prole, sin papeles y sin que a nadie le preocupe ni lo uno ni lo otro.

Ha sido así como la concepción de la familia, pero también la del amor, ha ido cambiando poco a poco en esa dirección laica que ya no es ni siquiera progresista. Hoy un número creciente de gentesde orden o conservadoras han ido sumándose en muchos países a esa actitud, que muchos califican de antiburocrática y antilegalista, y unos pocos, de laica y distanciada de las posiciones más religiosamente reaccionarias. Pero esa corriente tenía que alcanzar sus límites en países de la importancia e influencia de Francia, cuya ciudadanía más rancia -pero también una juventud descontenta con las dislocaciones de la recesión económica, temerosa de un inmigrante o un extranjero al que ve como enemigo de sus prejuicios más confortables o culpable de males de los que no tiene la menor responsabilidad, como el del paro- se refugia en un movimiento tan estridente como incompatible con el raciocinio como es el homófobo, que desobedece la ley del matrimonio homosexual. ¿Qué otras leyes desobedecerá mañana?

Por su parte -siguen las paradojas-, quienes estaban en contra del matrimonio, elde toda la vida, y a favor de la libre unión entre seres soberanos lo defienden ahora con los dientes para negar ese derecho a personas del mismo sexo. Vociferan, se agitan, prometen seguir luchando contra la ley y exigen al que se cree el más libre de los países europeos que deje de serlo.

En la presuntamente intolerante España tienen amigos estos militantes de la negrura. Por una vez se equivoca la sentencia del gran filósofoPascal: lo que es verdad allende los Pirineos lo es también a este lado de la cordillera. Muchos de tales amigos están en el poder y quieren acabar con la legislación sobre el aborto o la legislación que también en estas ásperas tierras ibéricas protege el derecho de los homosexuales a formalizar su relación como les venga en gana.

Aquí, como en Francia o cualquier otro país civilizado, lo único que en terrenos como el del sexo y el erotismo no debe ser tolerado y hasta debe ser perseguido son otros delitos, como los de pederastia. La muy tradicionalista Iglesia católica sabe mucho de esto: son abrumadores los delitos de este tipo en los que han incurrido sacerdotes de muchos países. Sería más edificante ver a la Iglesia preocupada por atajar esos pecados, que supongo mortales, que por condenar a la gente porque vive su vida sexual como le place.