Conde del asalto

Instrucciones para ser una paloma, por Miqui Otero

El Macba organiza cada sábado un taller familiar en el que mutar en ave

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Miqui Otero

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El sábado por la mañana, tras un sueño intranquilo, me despierto y me he convertido en una paloma. En un cuento eslavo, eso significaría que soy un ave blanca y pura cargada de simbolismo pacífico. En uno barcelonés, las connotaciones son otras. «Las ratas del aire», las llaman algunos. El caso es que nuestras palomas tienen ese aspecto resuelto de señorona de luto (vestidas con abrigos grises y negros) que se dirigen al mercado en grupo. Atentas ante cualquier trozo de cacahuete o Cheeto que caiga en el suelo, a veces también parecen un gang juvenil con pinta de querer pedirnos cinco duros o el peluco y su arrullo se parece bastante a una alarma submarina: pu-pú-pupú. Eso sí, en determinados momentos parecen Tony Manero entrando en la discoteca: con gesto de alerta, mirada a los lados y cabeceo al son de una música disco que solo ellas escuchan. Si ellas votaran en las elecciones municipales, decidirían la alcaldía: no hay ninguna población con tanto peso (se estima que ya viven entre nosotros más de 100.000). 

Pues bien, soy una de ellas. Y no solo eso, también lo son mi hijo de 5 y mi hija de 2. Estamos en el magnífico taller 'Las palomas', que se celebra cada sábado en el Macba (aún se puede asistir el 18 de febrero, así como el 4 y el 11 de marzo). Nos acabamos de pintar las narices de gris y dos franjas azul celeste en las mejillas. Cada familia tiene unos colores de guerra y también un sonido, porque nosotros pensamos que todas las palomas son iguales (lo mismo opinarán ellas de los humanos) pero no lo son. 

Dirigirá la bandada la filandesa Elisa Keisanen, que se presenta como artista, bailarina, coreógrafa y amiga de las palomas. «Y vecina de Papá Noel», completa su currículum LinkedIn Nina, una de las niñas paloma del grupo. 

‘Rave’ avícola

Todo el taller es un cruce entre esa escena de la película 'Bande À Part' en la que los tres amigos cruzan el Louvre a la carrera entre risas y esa otra del clásico del nuevo periodismo 'El secreto de Joe Gould', donde el protagonista se sube a las mesas de las tabernas para imitar a una gaviota. Y una versión aniñada de 'Los pájaros', la de Hitchcock.

Subimos las familias de palomas tres pisos por la escalera de caracol del museo, perfecta para la resonancia: eco de piopíos, tutú, prrrt y demás onomatopeyas inventadas. Una vez arriba, ensayo de las tres posturas palomiles: de cuclillas para dormir, congeladas a media caminata, superpaloma mirando el infinito. Y luego a bajar hasta el campamento base por las rampas del Macba. Y a continuación volver a subir para asomarse a las barandillas blancas y luego bailar cabeceando en una especie de 'rave' avícola

Cagadas artísticas

Elisa dirige al resto metidísima en su papel de paloma finlandesa enfundada en un mono azul eléctrico. Sobre todo cuando llega el momento más espinoso. Los corrosivos excrementos de las palomas tienen muy mala prensa (incordio y cura de humildad para ilustres personajes inmortalizados en estatuas y portadoras de mil enfermedades, como la salmonela). Aquí, sin embargo, son arte. Se reparten unos botes de plástico que despiden chorros de pintura de distintos tonos de verde. Cada familia de palomas hace su cuadro apretando los frascos. El nuestro, he de decir sin falsa modestia, parece un Pollock.

Las familias de palomas se separan. En la calle Tallers noto el ultrasonido de una cagada enviada desde las alturas que acaba de adornar la pechera de mi trenca. Fuego amigo.

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