Crítica de ‘Godland’: un cura en la telúrica Islandia

Algunos espectadores tal vez pierdan la paciencia frente a la severidad dramática y la austeridad narrativa y estilística que exhibe ‘Godland’, la tercera película de Hlynur Pálmason. El resto, eso sí, quedarán fascinados y azotados por una epopeya que evoca referentes como Herzog, Bergman, Dreyer, ‘Zama’ o ‘Silencio’ sin llegar a resultar derivativa, y hasta ofreciendo destellos de pétreo ‘slapstick’ en el proceso. Mientras continúa la reflexión sobre la masculinidad ya planteada en ‘Winter Brothers’ y ‘Un blanco, blanco día’, Pálmason explora asuntos como la religión y la fe, el sacrificio y la arrogancia destructiva que motiva todo impulso colonizador.

La protagoniza un cura danés que, a finales del siglo XIX, viaja a Islandia para construir una iglesia y entretanto fotografiar el país y su gente, pero que va alejándose de su objetivo mientras es consumido por un entorno implacable -que la película convierte en imágenes apabullantes-, su propia soberbia y emociones que no sabe controlar. Su periplo es observado a través de una narración bifurcada que refleja el conflicto entre la fuerza telúrica de Islandia y la concepción cristiana de Dios -y el afán conquistador satisfecho en su nombre- encarnada por Dinamarca pero, al menos durante la mayor parte de su metraje, ‘Godland’ da menos importancia a los juicios históricos que a recordarnos la insignificancia del hombre frente a la naturaleza, y qué pasa siempre que esa jerarquía trata de ser invertida.