El tren de la historia

Los viejos cafés: lugares para el encuentro y la literatura que dijeron adiós

La memoria de las grandes ciudades europeas conserva el recuerdo de míticos locales ya desaparecidos, como el 'Pelayo' y el 'Oro del Rhin' de Barcelona, donde la gente acudía a tomar café y los literatos a escribir sus obras.

Café Pelayo

Café Pelayo / Arxiu Fotogràfic de Barcelona

Xavier Carmaniu Mainadé

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De un tiempo a esta parte las ciudades van perdiendo su alma. Como aquellos cuerpos que sufren una hemorragia interna que los desangra poco a poco, las urbes dejan escapar lo que les daba identidad y las hacía únicas. Casi sin darse cuenta, pierden aquellos establecimientos de toda la vida, donde al poner los pies se palpaba la solera de la ciudad. Porque sí, la historia está en todas partes. Y esta semana lo demostramos entre taza y taza de café.

Al igual que las grandes franquicias de la moda diseñan todas las tiendas iguales, con los Cafés ocurre lo mismo: paredes de obra vista o de color piedra, mesas de madera natural y ninguna silla igual (todas desapareadas sin orden ni concierto), como queriendo imitar una estética con ínfulas escandinavas o nortecalifornianas. Son el hábitat de una clientela apagada, que pasa el rato abducida por las pantallas de sus portátiles.

Cuando nuestra vida era analógica y no sabíamos que significaba “free wifi”, los Cafés eran punto de encuentro. Lo escribo con “C” mayúscula como lo hacía Ramón Gómez de la Serna y como hace Antoni Martí Monterde, profesor de literatura comparada de la Universidad de Barcelona. No hay nadie en nuestro país que sepa más del Café que él, que ha sido capaz de reunir toda su sabiduría en 'Poética del Café' (Hurtado y Ortega eds.), un libro delicioso donde hace un recorrido íntimo para demostrar que sin esos establecimientos, la literatura europea no sería como es.

Autores consagrados

En las mesas de los Cafés del Viejo Continente han escrito autores consagrados como Stefan Zweig, asiduo de los locales vieneses; Sándor Márai, que frecuentaba los de Budapest; o Ramón María del Valle-Inclán, un habitual del Café Gijón de Madrid.

¿Y Barcelona? Ay, Barcelona... a caballo entre los siglos XIX y XX, la capital catalana era una ciudad moderna que miraba más a Europa que al centro de la península y que, como París, estaba llena de Cafés. En el Café Pelayo se reunía la Colla de la Renaixença, formada por Àngel Guimerà, Lluís Domènech Montaner y Narcís Oller. Y en el Oro del Rhin, situado junto al Teatro Coliseum, no era extraño encontrar a artistas tan reconocidos como Margarida Xirgu o Federico García Lorca cuando estaba en la ciudad.

En los Cafés del Viejo Continente han escrito autores como Stefan Zweig, asiduo de los locales vieneses; Sándor Márai, que frecuentaba los de Budapest; o Valle-Inclán, un habitual del Café Gijón de Madrid.

No intenten ir. Hace tiempo que desaparecieron: en el lugar del Pelayo hay un McDonald's y el chaflán del Oro del Rhin lo ocupa una oficina de La Caixa. Y así podríamos seguir, porque la lista era larguísima. Pero es que entonces, los Cafés eran mucho más que un establecimiento en el que consumir bebidas. Según Martí Monterde, hay autores de los que no se puede saber el domicilio pero se conoce en qué Cafés hacían vida. Allí encontraban todo lo que necesitaban: un espacio caliente y luminoso con la prensa del día, compañía para hacer tertulia y una bebida reconfortante por poco dinero.

Origen africano

Los secretos de este líquido negro nos los descubre el presidente del Gremio del Café, Xavier de Erausquin, que además es propietario de Bracafé. En Ràdio Barcelona todavía añoran su emblemático establecimiento de la calle Casp, el 'Café de la Radio', recientemente devorado por una excavadora para convertirlo en la entrada de un aparcamiento subterráneo.

La familia Erausquin lleva décadas dedicándose al negocio y él ha compartido con nosotros su historia. Inicialmente, la planta del café crecía salvaje en el cuerno de África, hasta que los pastores de la zona descubrieron las propiedades estimulantes de su fruto. De allí se expandió a Yemen a través de la ciudad de Mokha, un nombre asociado para siempre a aquella bebida.

Inicialmente, la planta del café crecía salvaje en el cuerno de África, hasta que los pastores de la zona descubrieron las propiedades estimulantes de su fruto.

La siguiente parada de la conquista cafetera fue La Meca porque los sufíes se servían de ella para mantenerse despiertos durante las oraciones nocturnas. Allí se abrieron los primeros Cafés, que después también surgieron en otros territorios musulmanes. Era cuestión de tiempo que llegaran a la orilla del norte del Mediterráneo.

En las colonias

Y esto ocurrió en el siglo XVI, gracias a los mercaderes venecianos (de hecho, en la ciudad de los canales aún existe el Café Florian, abierto desde 1720). Poco a poco llegó a Francia y al resto de Europa. El café no sólo estimulaba el intelecto sino también el bolsillo de los comerciantes. Por eso los imperios lo plantaron en sus colonias y eso hace que muchos crean que viene de América, cuando en realidad es africano.

Aunque ahora también pensamos que los Cafés deben ser todos asépticamente homogéneos. Josep Pla, gran escritor de Cafés, dijo que “el hombre, además de hijo de sus obras, es un poco hijo del Café de su tiempo”, una cita que abre el libro de Martí Monterde, evidentemente escrito en un Café, al igual que este artículo.