QUEMAR DESPUÉS DE LEER

Descubierto un falso Charles Dickens, por Laura Fernández

En los años 90, desesperada, la periodista y biógrafa Lee Israel se dedicó a falsificar cartas de escritores que se vendían como originales, un negocio que siempre estará en auge y que pasa desapercibido a menos que, como ha ocurrido esta semana, el falsificador se atreva con un 'pope'

Dickens y sus cartas falsificadas.

Dickens y sus cartas falsificadas. / EPC

Laura Fernández

Laura Fernández

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Charles Dickens debió hacer un buen puñado de cosas el 29 de marzo de 1855. Entre ellas escribir una carta a su ex —en realidad, un amor de juventud—, Maria Beadnell, y a su marido, Henry Louis Winter con quienes acababa de retomar el contacto. En la carta, el escritor ofrece trabajo en su revista a Beadnell, además de una entrada para el teatro, y le dice al marido que no se preocupe por su pequeño bache económico —más que bache, la pareja está en la ruina—, porque todo el mundo está pasando por lo mismo y no tardarán en reponerse.

La carta es una carta famosa y había sido publicada, por lo que, asegura el experto que ha descubierto que el original que iba a subastarse esta semana era falso, el falsificador, o la falsificadora, debía conocerla bien.

Y se la jugó no con una carta sino con dos. La otra era también una carta conocida, a la misma pareja, que Dickens escribió el 13 de noviembre de 1858. El escritor acababa entonces de separarse de su mujer. Aunque seguían viviendo juntos. Ella cuidaba de sus diez hijos. Él seguía de gira por todo el mundo. Dickens fue en su momento una especie de pop star. Llenaba auditorios en los que únicamente hablaba de sí misma, su proceso creativo, leía fragmentos de sus novelas, cuentos. Cuando llegaba a casa se encerraba a escribir, y obviaba que el mundo seguía girando a su alrededor. No hablaba de eso en ninguna de esas cartas a los Winter, aunque lo hace en otras. ¿Y cuántas de esas otras serán originales?

Lo primero que hizo sospechar a Leon Litvack, un experto en manuscritos y cartas de Dickens, era el poco dinero que pedía el supuesto propietario de las mismas. Apenas 800 libras. Que quisieran subastarlas en Irlanda también resultaba un tanto sospechoso. ¿De veras, un par de cartas de Charles Dickens a su primera novia, no habían sido capaces de llegar a Londres, e iban a venderse en una casa de subastas de Castlecomer? Y en cualquier caso, Litvack acudió raudo al lugar y, tras echarles un vistazo, aseguró que aquella no era la letra de Dickens. El hecho de que las cartas sean idénticas a las originales—en hasta los posibles tachones— hace pensar, sin embargo, al experto, que el falsificador ha tenido acceso a ellas.

La intervención de Litvack hizo que la subasta se cancelara pero ¿cuántas no lo habrán hecho? El año 1992, la escritora Lee Israel pasaba por un mal momento. Había sido una gran periodista —canónica es su entrevista en 'Esquire' a Katharine Hepburn— y había escrito biografías de todo tipo hasta que se topó con Estée Lauder y decidió que era invencible. Ella, no Estée Lauder. Y se equivocó, claro. Su editor le pidió que escribiera trapos sucios de la magnate de los cosméticos. Ella llegó a inventarse algunos. Después de aquello, nadie la quiso en ninguna parte. Empezó a beber, se arruinó. Marielle Heller no habla de esa época en '¿Podrás perdonarme algún día?', la película —con guión de la portentosa Nicole Holofcener—, que iba sobre todo lo demás.

Y todo lo demás tenía que ver con lo que ha ocurrido esta semana en Castlecomer. En los años 90, Israel —interpretada en la película por una irreconocible Melissa McCarthy angustiosa y tristemente desesperada— se dedicó a fingir que daba, como si tal cosa, con un montón de originales de cartas de escritores y actores famosos. Iba a libreros de confianza —la clase de libreros que protagonizan el documental Librerías de Nueva York, esto es, libreros que no únicamente viven de los libros sino de todo aquello que los rodea, del coleccionismo relacionado con esos mismos libros—, y les vendía los supuestos originales por precios que a ellos les parecían razonables, y luego ellos trataban de colocarlas a coleccionistas. Llegó a falsificar más de 400.

Cuando empezaron a dudar de ella, y buscando un golpe de efecto, sustituyó las originales por su copia falsa en bibliotecas y archivos. Es decir, llegó a poseer originales que luego vendía de verdad. Fue entonces cuando empezaron a investigarla. En concreto, por una carta de Ernest Hemingway real que había sustituido por una de sus copias en un archivo oficial. Los coleccionistas privados jamás importaron lo más mínimo. Después de todo, la posesión o no de un original es una cuestión de fe, si no se pretende tocar a un pope como Dickens o Hemingway. Ocurre entonces que aparece un profesor Litvack y nadie acaba enmarcado, o clasificando, un papel envejecido transcrito por un contemporáneo. Pero los llamados brokers de autógrafos siguen a salvo.

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