La voz que todos miran

CRÓNICA Maria de Medeiros exhibió ángel escénico en su actuación en Luz de Gas

Maria de Medeiros, en Luz de Gas.

Maria de Medeiros, en Luz de Gas.

JORDI BIANCIOTTO / BARCELONA

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Maria de Medeiros apenas necesita repertorio porque sale a escena, abre los ojos, se contornea, sonríe con picardía, pasa de una lengua a la otra, coquetea con los invitados y hace, como ella dice, el payaso con una naturalidad tal que sus interpretaciones casi te hacen olvidar que estás allí para verla cantar. Su personaje, o la suma de todos ellos, es más potente que sus canciones, aunque, en el camino, suenan muchas, ahora la mayoría son suyas y desprenden un sofisticado aroma de promiscuidad cultural, en un lugar imaginario entre el j azz, Brasil, el Caribe y el sur ibérico, y con melancolía por un pasado no vivido.

Imaginario, porque, en sus manos, los géneros musicales están para someterlos a su capricho creativo, y eso está bien, porque eso le permite situarse en un plano un poco irreal, inmaterial, manejando una cultura musical mestiza suspendida en algún lugar de su imaginación. El  viernes, en Luz de Gas (Barnasants), jugueteó a placer con los ritmos mundanos de su tercer disco, Pájaros eternos, dejando de lado casi por completo las piezas de sus trabajos anteriores. Medeiros canta ahora un poco más en castellano que en cualquier otro idioma, insinuando que su mercado natural se desplaza hacia el sur. El formato instrumental fue heterodoxo, y en ciertos momentos, demasiado esquemático: un trío constituido con el piano de Leo Montana y la percusión de Edmundo Carneiro, músico con vocación de performer exhibicionista, y con el intermitente contrabajo de Manuel Martínez del Fresno.

ENTRE SAMBA Y FLAMENCO / Interpretó el disco entero, entre la agitación latina de Nace el día en la ciudad, con un texto que habla de bolsas que caen y bancas que se quejan, y una serie de piezas sinuosas, de texturas atmosféricas, como Shadow girl (con aires de Tom Waits: solo faltaba la guitarra de Marc Ribot), Por delicadeza y el blues pasado de vueltas Noche. Desviándose hacia Adriano Celentano en la animada 24 mila baci e Ivan Lins con Ese gusto, y fantaseando a placer con los cruces de culturas en Trapichana, canción sobre un andaluz en Brasil, «con el corazón dividido entre la samba y el flamenco».

Para completar el recital, Medeiros rescató su versión de Epigrama (de Toti Soler con texto de Salvat-Papasseit), en catalán, incluida en su anterior disco, Penínsulas & continentes, y rescató la figura de Laura Betti, actriz y cantante italiana asociada a las producciones de Pasolini, de cuyo repertorio rescató la suicida Mi butto (Me tiro) y Una verdadera señora. escenificadas con toda clase de graciosos pliegues teatrales.

Aunque los momentos más extrovertidos fueron las canciones compartidas con un Alfonso Vilallonga que no se sentó al piano sino que compareció armado con un ukelele. Se aliaron felizmente en Toutes les choses (una pieza que tiene aspecto de ser todo un clásico de Vian o Trenet), Corazón lengua y la irónica Piratéame, baby.

Ya un poco fuera de guión, Medeiros se soltó del todo haciendo de Nancy Sinatra en These boots are made for walkin' (faltaron unas buenas botas) y en un atolondrado, un poco disperso, Should I stay or should I go, de The Clash, con la que que cerró la noche sacando sin contenciones su parte más gamberra. Medeiros, sí, payasa, viajera, fabuladora y, sobre todo, una presencia escénica que capta todas las miradas.