ANÁLISIS
Un buen discurso con un error de bulto
Joan Tapia
Presidente del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
JOAN TAPIA
Cuando ayer me dispuse a oír el discurso real, estaba algo inquieto. Mi inclinación republicana había sido erizada por la propaganda (primitiva) de TVE los últimos días. Bien por el carácter laico del acto, pero ¿por qué el uniforme militar (la mayoría de los españoles son civiles) y los chaqués (desentonan en plena crisis)? Pero recordé el mismo día de hace 39 años, cuando escuché el discurso de Juan Carlos I, elegido sucesor por Franco, y concluí que a las instituciones (como a las empresas) hay que juzgarlas por su cuenta de resultados. Y que la de esta Monarquía está en positivo. La desafección actual se debe a la progresiva mediocridad de la clase política y a una derecha que todavía precisa mejorar. Y al ver el juramento de la Constitución por Felipe VI sentí confort. Por primera vez en muchos años se produce el relevo en la jefatura del Estado con normalidad. Como en una democracia del montón. Vale.
El discurso fue bueno. Empezó por asumir que su función constitucional es «arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones» pero que es el Gobierno el que fija la política. Y reivindicó con inteligencia «la independencia de la Corona, su neutralidad política y su vocación integradora, que le permiten contribuir a la estabilidad (...), facilitar el equilibrio de los órganos constitucionales y territoriales (…) y ser cauce para la cohesión entre los españoles». Felipe VI está preparado y sabe lo que son las monarquías parlamentarias europeas.
La necesaria mención a la cercanía a los ciudadanos, en especial a los que han visto herida su dignidad personal por el rigor de la crisis, y el recuerdo de que la Corona debe observar una conducta íntegra para «hacerse acreedora de la autoridad moral necesaria para ejercer sus funciones», son frases que fueron dichas con convicción, con emoción y -me pareció- con una decidida búsqueda de complicidades.
En plena crisis moral (la situación política es juzgada peor que la económica), las alusiones a «una España en la que no se rompan los puentes de entendimiento» y a que «en esa España unida y diversa, basada en la igualdad, la solidaridad de sus pueblos y el respeto a la ley, cabemos todos» suenan bien y son acertadas. También su mención algo grandilocuente al «concierto de las lenguas». Y su cita en este campo de Antonio Machado, poeta que murió en el exilio en el 39, Salvador Espriu, Aresti o Castelao fue un guiño inteligente. Pero incompleto.
Tras incitar a confiar en una gran y diversa nación resulta raro referirse al castellano y «las otras lenguas de España». No son «otras», son el catalán, el euskera y el gallego. Y cualquier manual de relaciones públicas enseña que conviene dirigirse a las personas por su nombre. Máxime cuando el diario europeo más influyente titula: La crisis catalana será el primer gran test de Felipe VI. La omisión es mas propia de alguien de la pequeña política que de un jefe de Estado que prepara «el tiempo nuevo». Hoy estaría más tranquilo si Felipe VI hubiera verbalizado que el catalán, el vasco y el gallego forman parte de la señalada diversidad. Otro día será. Pero no sobran días.
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