Campo de batallitas
Goles de oro, goles de nada y la justicia perfecta que nunca existirá
A falta de un remedio mejor, las tandas de penaltis siguen siendo inevitables para romper empates. Han sobrevivido a inventos como el gol de oro u otros más excéntricos como el gol de plata
Eloy Carrasco
Periodista
El año que viene se cumplirá un siglo de la desconocida hazaña de Billy Minter, un futbolista inglés que marcó siete goles en un partido de la Cup de 1922. El verdadero interés de su logro, más allá de la orgiástica cifra (por comparar, en el Barça el récord lo tiene Kubala también con siete, en 1952 al Sporting de Gijón), lo da el hecho de que no sirvió para nada. Su equipo, el St. Albans City, perdió la eliminatoria contra el Dulwich Hamlet por 8-7.
No se ha vuelto a alcanzar esa cantidad de tantos en la competición más antigua del mundo y en el modesto campo del St. Albans, en la periferia de Londres, una lápida recuerda a su prolífico ídolo. En las fotos que hay en Google se puede ver al fenomenal artillero Minter, que llegó a jugar en la selección aficionada de Inglaterra, con una expresión agria, como si se le hubiera quedado para siempre la cara de aquel extraño día de “tanto marcar para nada”.
Prórrogas más especulativas
La frustración de hacerlo bien y marchar sin premio la tienen fresca muchos jugadores estos días de Eurocopa, sobre todo después de caer en una tanda de penaltis, remedio drástico para resolver los empates que a menudo recompensa a quien menos lo merece. Es muy antiguo el propósito de los dirigentes de dar con una fórmula ideal, un orgullo de la justicia. Probablemente no existe.
En su momento apareció el gol de oro con la aspiración de convertirse en panacea, pero resultó que las prórrogas aún fueron más especulativas (todos atrás para evitar ese tiro de gracia con el que se acababa el partido) y la cosa terminaba inevitablemente en el punto fatídico, justo lo que se pretendía evitar.
Bierhoff y Kouba
El invento duró poco, pero lo suficiente para decidir dos Eurocopas, las de 1996 y 2000. Para los anales queda el nombre del alemán Oliver Bierhoff como el primero que marcó uno, aunque cabe decir, sin meter demasiado el dedo en la llaga, que le corresponde compartir el protagonismo de la jugada con el portero rival, el checo Petr Kouba. Bierhoff conectó un zurdazo moderado (centrado) y el balón rozó a un defensa lo justo para que a Kouba se le escurriera como una trucha.
Fue un gran epílogo para el alemán, que había empezado como suplente, y un inmerecido revés para el checo, que hasta entonces había completado un gran torneo. De hecho sus actuaciones sirvieron para que lo fichara el Deportivo del opulento Lendoiro, pero en A Coruña se encontró con la competencia imprevista del camerunés Songo’o, el que decían que era el doble de Eddie Murphy, y solo jugó seis partidos en tres temporadas.
Cuatro años después, otro delantero salido del banquillo, David Trezeguet, selló la victoria de Francia ante Italia con esta muerte súbita. En su caso fue un bonito empalme, inapelable para el portero, Toldo, que no hizo sino confirmar el chollo de los ‘bleus’ con el gol de oro, del que también se beneficiaron en el Mundial-98 (Blanc, a Paraguay) y en la misma Eurocopa-2000 (Zidane, a Portugal).
La bala de plata del griego Dellas
Más rebuscado todavía fue el gol de plata: si un equipo marcaba en la prórroga el partido no acababa ahí, sino que se dejaba terminar el periodo en juego. Obviamente, solo servía para las primeras partes del tiempo suplementario. Pocos casos se conocen. El más sonado, el de Grecia en la Eurocopa 2004: Dellas eliminó a la República Checa en una semifinal.
Y tal como vinieron, oro y plata desaparecieron. Los entendidos, en fin, siguen buscando el santo grial de una solución razonable para los empates en un deporte tan misterioso en el que, a veces, ni siquiera siete goles bastan para ganar.
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