Biblioteca Sofia Barat

De cuando los porteros del Eixample no podían dejarse bigote

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Antiguas vías del tranvía en la calle Girona, en el tramo entre Diputació y Gran Via.

Antiguas vías del tranvía en la calle Girona, en el tramo entre Diputació y Gran Via. / FERRAN NADEU

Carles Cols

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Hace 100 años, 10 arriba, 10 abajo, desde la Dreta de l’Eixample se miraba por encima del hombro a los vecinos de más allá del paseo de Gràcia, donde entonces se consideraba que comenzaba la parte del distrito sin pedigrí burgués, donde residía la “gente que no piensa en el mañana”, barceloneses a los que el panadero les fiaba el pan si no llevaban cuartos para pagarlo. Eran, pese a todo, convecinos de la nueva Barcelona de Cerdà, opinaban desde la burguesa Dreta, nada que ver con los de la ciudad antigua, entre los que abundaban “los malhechores y la gentuza de malas costumbres, de vida airada y pervertida”. Estos provocadores entrecomillados no tienen como propósito malmeter ni enemistar a los vecinos de los distintos barrios del Eixample, sino simplemente celebrar que, tras unas obras de mantenimiento, ha reabierto sus puertas la Biblioteca Sofia Barat y que lo ha hecho, además con un estupendo póquer de actividades destinado a conservar la memoria de lo cotidiano, la de hace 100 años y también la de hace medio siglo, no sea que, aunque más reciente, caiga en el olvido.

De las bibliotecas municipales de destacan a menudo sus cifras de vértigo, como ese más de un millón de usuarios registrados, pero eso jamás debería eclipsar las actividades que programan, a veces para grupos muy reducidos, que son las que las convierten sí o sí en faros de actividad cultural. Lo que entre todo octubre y mitad de noviembre tiene en marcha la Sofia Barat es un perfecto ejemplo de ello.

La primera carta de ese póquer de actividades se puso sobre la mesa el pasado martes. La encargada de hacerlo fue Núria Pujol, arqueóloga de formación, guía de profesión, que se presentó ante quienes se habían apuntado a la actividad programada por la biblioteca (tenían que acreditar más de 65 años de edad, luego se contará el motivo) con un pequeño libro entre las manos al que el calificativo de raro le queda muy corto. ‘La Dreta de l’Eixampla’, records d’un viure’ (sí, ‘Eixampla’ con ‘a’ final, fiel al acento de ‘Can Fanga’) es un pequeño tesoro como lo es el diario personal que bajo el título ‘Calaix de Sastre’ escribió a finales del siglo XVIII el Barón de Maldà.

El mostrador del Colmado J. Buscató, de la Dreta de l'Eiample, a principios del siglo XX

El mostrador del Colmado J. Buscató, de la Dreta de l'Eiample, a principios del siglo XX / Arxiu Finestres de la Memòria

El libro lo publicó a mediados de los años 70 Salvador Miralda, pero él no es el autor de los textos, solo es la persona que tuvo la inmensa fortuna de tener un día entre sus manos decenas de cartas manuscritas por tres barceloneses nacidos a finales del XIX y que, ya sesentones, se propusieron recopilar recuerdos, quizá con la ambición de llevarlos un día a la imprenta, pero eso nunca sucedió con ellos en vida. Eso, imprimirlo, lo hizo Miralda, tras seleccionar los textos que le parecieron más interesantes, relatos de lo cotidiano que habrían caído en el más absoluto olvido si no fuera por lo que (se supone) a finales de los años 50 decidieron hacer aquellos tres barceloneses, Josep Ponsa, Josep Comes y Quintí Quintana.

En 1906, según ellos, había en la ciudad 1.262 oficios censados y 715 de ellos se ejercían ya en el Eixample, un distrito aún a medio edificar. De entre todos los gremios, el de los arquitectos fue el que más entusiasmo mostró por trasladarse a vivir y a ejercer en la nueva ciudad de Cerdà. El más reacio, en cambio, fue el de los notarios.

Un empleo envidiable, decían, era el farolero, salvó, claro, que se desencadenara una ‘bullanga’ en la ciudad, porque al parecer los manifestantes tenían por nombra apedrear los cristales del farol. Todo lo contrario pensaban de los panaderos, de los que había uno por manzana, con ese ambiente de trabajo que literalmente calificaron de "tropical".

El obrador de la extinta panadería Forn de les Roselles, de Consell de Cent, 375.

El obrador de la extinta panadería Forn de les Roselles, de Consell de Cent, 375. / Andreu Parera Ribera / Finestres de la Memòria

A los porteros de las fincas señoriales dedicaron algunas páginas de sus recuerdos, a cómo eran sus ropas, distintas por la mañana y por la tarde, y a detalles de los que solo cabe suponer una explicación. Les estaba permitido llevar patillas, pero no bigote. ¿Por qué? Pues a lo mejor porque eso era lo que daba distinción a los vecinos del principal, sus mostachos a lo Rius i Taulet.

En los terrados de la Dreta de l’Eixample tal vez había menos palomares que en el resto de la ciudad, pero lo que sí volaban seguro eran las cometas de los niños. Y en la calle, la banda sonora cotidiana era la de los carruajes y, también, la de los cencerros de los rebaños de ovejas, porque nunca tanto como entonces se podía decir que la leche era fresca. Se muñía incluso en la puerta de las casas.

Un pastor muñe una cabra frente a la Casa de les Punxes

Antoni Carbonell Fita / AFCEC

Contado por Pujol, la guía, todo esto gana mucha emoción, porque sin ir más allá de un par de calles de donde se afinca la Biblioteca Sofia Barat es capaz de hacer viajar en el tiempo a sus acompañantes, a lo grande, como en un incursión en el vestíbulo de la magnífica finca del 310 de la calle de la Diputació, uno de los más bellos y majestuosos del Eixample, y también con los pequeños detalles, como ese fragmento de las vías que el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido conservar en la reurbanización de la calle de Girona. De ese tranvía también dejaron sus notas Ponsa, Comes y Quintana. Era el 46, que iba de la plaza Urquinaona al barrio del Poblet, como se conocía aún en los años 20 lo que hoy es la Sagrada Família. El trayecto completo costaba 20 céntimos, pero por ahorrase cinco o 10, los pasajeros más humildes hacían una parte del trayecto a pie.

Panadería modernista Sarret, en la esquina de Girona con Consell de Cent.

Panadería modernista Sarret, en la esquina de Girona con Consell de Cent. / FERRAN NADEU

De cada fragmento que a pie de calle lee Pujol se podría decir que es una minúscula bolita de recuerdos, pero una bolita de caviar. Que una funeraria, antes de la municipalización del servicio, se llamara La Egipcia tiene su qué, porque invita a bromear sobre cómo presentaban al finado en el sarcófago para que los familiares le desearan un feliz viaje antes de decirle el definitivo adiós.

Tampoco está nada mal que aquellos tres amigos le dediquen algunos párrafos al Tabarín, cabaret de brevísima vida que abrió sus puertas en la plaza de Letamendi la Nochebuena de 1914, vamos, cuando los europeos que se lo podían permitir huían de la guerra con destino a Barcelona y convirtieron establecimientos como aquel en leyendas del despiporre.

Lo interesante ese martes de excursión, en definitiva, no fue solo la magnífica labor de Pujol como guía, sino lo que de firma inesperada o inevitable sucedió. Las participantes, porque la mayoría eran mujeres, comenzaron también a recordar tiendas que ya no están y hábitos olvidados, como aquel de que cuando la puerta de una finca estaba entreabierta significaba que había fallecido un vecino. La ruta no era la única carta en juego. Lo que ha programado la Sofia Barat es un póquer.

Tres doctores del Hospital del Mar han sido invitados a pronunciar en la biblioteca una lección sobre cómo funciona la memoria o, mejor dicho, porque falla a veces nuestro disco duro de almacenamiento de información. El título no puede ser más original, ‘¿Dónde he dejado mis gafas?’.

La tercera carta de la mano está prevista para el próximo 6 de octubre, nada menos que una visita al Arxiu Municipal del Districte, una oportunidad única de ver fuera de sus cajas los manuscritos originales que permitieron a Miralda componer el puzle de ‘La Dreta de l’Eixampla’.

Y para terminar, cuarta carta, a finales de octubre y hasta mediados de noviembre está en cartel un taller de escritura para los sesentones o más del barrio, no solo para que descubran los mecanismos de la narración, sino también con el fin de que esos textos, sumados, den algún día para otro Miralda lleve a imprenta un libro.

La memoria literalmente fotográfica

Lo que en los años 50 quisieron llevar a buen puerto Josep Ponsa, Josep Comes y Quintí Quintana (las tres manos que firman ‘La Dreta de l’Eixampla’) es, según se mire, lo que con más medios y de manera mayúscula intentan conseguir desde hace unos pocos años diversas instituciones municipales, empeñadas en que nada caiga en el olvido. Finestres de la Memòria es un perfecto ejemplo de ello. Es un proyecto impulsado desde Casa Elizalde para que, de forma altruista, quienes dispongan de fotografías de la Barcelona de antes las suban a un fondo común y compartido. Es un archivo colectivo que comienza a brillar con luz propia y que, en esta ocasión, ha permitido poner imágenes a la ruta turística de Núria Pujol.