Novedad editorial

Quirófanos en el Eixample, cuando el distrito fue de verdad hospitalario

La reliquia laica de un mártir de la radiología que atesora Sant Pau

Barcelona pasa a tratar como joyas patrimoniales sus ascensores ancianos

barcelona/Clinica del Dr M A Fargas quiròfan interior i finestral 2 LLibre Ginecologia Fargas.jpg

barcelona/Clinica del Dr M A Fargas quiròfan interior i finestral 2 LLibre Ginecologia Fargas.jpg / MHMC

Carles Cols

Carles Cols

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Más de 50 clínicas o casas de curación (ni por asomo se las llamaba entonces hospitales, palabra que causaba pavor) hubo en Barcelona durante el primer tercio del siglo XX, la mayoría de ellas en el Eixample, casi todas al alcance de pocos bolsillos. Solo en el cortísimo trayecto del pasaje Mercader, que une Mallorca y Provença, en la manzana a cada lado delimitan Balmes y la Rambla de Catalunya, había seis, y por eso se conocía ese lugar como la calle de la salud. Allí inauguró la primera del distrito el doctor Cardenal, en un edificio que milagrosamente sigue en pie. Lo hizo en 1888. Pero para clínica de referencia de aquellos años, conocidos como los del furor quirúrgico, la que el doctor Miquel A. Fargas abrió en 1892 en lo que hoy es el epicentro de la ‘superilla’, en la confluencia de Consell de Cent con Rambla de Catalunya. El Museu d’Història de Barcelona (Muhba), con la indispensable ayuda del área editorial del ayuntamiento, acaba de publicar la más exhaustiva historia médica de la ciudad. Esa es la noticia.

‘Barcelona hospitalaria’. El título podría darse a dobles lecturas, una de ellas incluso irónica, porque en algunos aspectos esta ciudad es cada vez más inhóspita, pero no es el propósito. A lo largo de casi 600 páginas, diversos autores, que se reunieron en 2019 en una jornadas celebradas en el Muhba, exponen cómo esta ciudad se ha enfrentado a las enfermedades desde el siglo XIV hasta el XX, así que ahí hay de todo: lepras, pestes, tuberculosis, el papel de la Iglesia cuando además del alma pretendían los religiosos sanar el cuerpo, también hay capítulos dedicados a los arquitectos, los militares y los movimientos vecinales como motores del cambio y, si desean una anécdota antes de proseguir con la crónica, hasta una mención a cómo tenía que ser una enfermera cuando los ricos de la ciudad se hacían ingresar para un tratamiento u operación de quirófano: en el 114 de Pau Claris, la doctora Dolores Lucas formaba como enfermeras a “señoritas de intachable conducta”.

Alfons Zarzoso, en el pasaje Mercader, junto a la que fue la primera clínica del Eixample en 1888.

Alfons Zarzoso, en el pasaje Mercader, junto a la que fue la primera clínica del Eixample en 1888. / RICARD CUGAT

El libro lo han coordinado Alfons Zarzoso y Josep Barceló-Prats, y el primero de ambos, historiador de la medicina, es autor de uno de los más estupendos textos del tomo, dedicado casi monográficamente a aquello que aconteció en el 331 de la calle de Consell de Cent, que podría ser calificado como una revolución si no fuera porque la protagonizaron las clases pudientes. Era ya una celebridad el doctor Fargas dentro de lo que había sido la ciudad amurallada, cuando tenía su clínica en la calle Hospital. En 1885 se hizo inmortalizar allí en una pintura que quita el hipo, cuando en compañía de otros cinco médicos de reconocido prestigio introduce su mano en el vientre de una paciente para practicarle una ovariotomía, técnica en la que era toda una autoridad.

El doctor Fargas, pionero de la cirugía ovárica, en un cuadro de J. Sala fechado en 1885.

El doctor Fargas, pionero de la cirugía ovárica, en un cuadro de J. Sala fechado en 1885. / MUSEU D'HISTÒRIA DE LA MEDICINA DE CATALUNYA

Se le adelantó el doctor Cardenal a la hora de fundar la primera clínica del Eixample, en el pasaje Mercader, pero cuando 1891 Fargas empacó su instrumental y se instaló en el 331 de Consell de Cent, hizo más que una mudanza, marcó un canon. En las cuatro primeras plantas del edificio tuvo en cuenta hasta el más mínimo detalle para convertir aquello en un lugar para que las mujeres con posibles no se hicieran tratar en sus domicilios, sino que prefirieran que las ingresaran. No era fácil romper ese tabú. Fargas se lo puso fácil. Se las anestesiaba en su habitación y se las trasladaba con camas con ruedas (toda una novedad) hasta el quirófano, que había hecho embaldosar con una ligera inclinación en el suelo para que, después, de la intervención, con una manguera fuera posible dejar el lugar perfectamente limpio y aséptico. Las cifras, además, le avalaron. Los fallecimientos fueron pocos y, si sucedía tal contratiempo, aquella casa de curación hasta tenía un modo discreto de sacar el cadáver del edificio sin que fuera posible ver la escena.

Plano de la clínica del doctor Fargas, una obra del arquitecto Enric Sagnier.

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A su manera, aunque no fuera el primero en colonizar el Eixample, Fargas fue un referente. En cierto modo, lo que sucedió era lo tenía que suceder. Tenía algo de inevitable. Solo alguien tenía que dar el paso. En 1842, la cirugía y la medicina diagnóstica se habían fusionados bajo un mismo paraguas. Antes de esa fecha, el cirujano era alguien sin duda  imprescindible en todo pueblo y ciudad, alguien dispuesto a amputar, un oficio que en ocasiones ejercía el barbero, pero no un médico. Y después de esa fusión, durante la segunda mitad del siglo XX, explica Zarzoso, la ciencia puso remedio a tres de los principales obstáculos con los que topaban los doctores, el dolor, la infección y las hemorragias, que se dice pronto. Pasó en Barcelona, lo dicho, lo que inevitablemente estaba sucediendo en otras metrópolis europeas y americanas, pero con la singularidad de que aquí coincidió justo en los años en que la ciudad se había librado del corsé de sus murallas y se aprestaba a multiplicar por 10 su superficie con un nuevo urbanismo.

Pobre Ildefons Cerdà, que concibió la nueva Barcelona como una suerte de gigante falansterio en el que todas las clases sociales compartieran en paz idénticas calles y, de entrada,  lo primero que sucedió fue que ese bucólico camino que unía la antigua ciudad amurallada con la villa de Gràcia, que se había convertido en un lugar consagrado al ocio popular para quienesw vivían en la hacinada ciudad antigua, fue reclamado por la burguesía para exhibir su riqueza. Y tras eso llegaron las clínicas, que podían haberse instalado preferentemente, por ejemplo, entre las mansiones de la zona alta, pero que se afincaron en el Eixample y le concedieron al nuevo distrito parte de su aire distinguido y señorial. En 1936, dice Zarzoso, eran más de 50, más incluso que fábricas de coches, que había 41, otra singularidad. Era una Barcelona distinta de la que vendría después. Los grandes hospitales, como Sant Pau, no comenzaron a operar, en todos los sentidos del término, hasta los años 20. Era una ciudad Había más de 50 clínicas y eran, preferentemente, para las adineradas clases altas, que iban a hacerse una placa de rayo X y el médico les obsequiaba al salir con una copia de la radiografía enmarcada en un ‘passe-partout’. O iban al número 116 de la calle de Enric Granados, donde el doctor Jesús Noguer les trataba de un dolencia muy propia de quien nunca tenía que preocuparse por tener un plato en la mesa, la obesidad.

Con ‘Barcelona hospitalaria’, el Muhba añade otra pieza que faltaba en el puzle de la historia de la ciudad.