Historias de las medicina

La reliquia laica de un mártir de la radiología que atesora Sant Pau

Reliquias médicas: la pierna perdida del doctor Ramon Turró

Sant Pau disecciona la mente genial de Domènech i Montaner

A1-177340266.jpg

A1-177340266.jpg / MANU MITRU

Carles Cols

Carles Cols

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Aunque sin ceremonia alguna (un error), el Hospital de Sant Pau celebra ocasionalmente una liturgia laica desconocidísima en Barcelona. Cada vez que un nuevo jefe de oncología accede al cargo, recibe de su antecesor el compromiso de custodiar toda una reliquia médica, la mano del doctor Agustí Prió Llaberia (1873-1929), pionero, junto a su primo César Comas, de la introducción de los rayos X en España y, ¡ay!, justo por eso, mártir de la radiología. Se la amputaron en 1928. Era la izquierda. Sobrevivió sin ella un año y medio, solo hasta que una voraz metástasis rebrotó en otras partes de su anatomía. Quiso llevar el Juramento Hipocrático (y valga la redundancia) más allá de las fronteras del propio más allá. Dejó en herencia al hospital su biblioteca personal y su mano en un tarro de formol.

No fue aquello una última voluntad de alguien desnortado por el dolor. Había un propósito. Da fe de ello el penúltimo depositario de aquella reliquia, el doctor Jordi Craven, que como custodio del tarro durante buena parte de su vida trató dar un útil sentido a aquella última voluntad de Prió Llaberia. La mano era mostrada a estudiantes y recién licenciados como prueba palpable de que en todas y cada una de las distintas ramas de la medicina que mantienen algún tipo de cercanía con isótopos radiactivos deben tomarse muy en serio las normas de seguridad. Eso es algo que hoy parecerá el abecé más elemental del oficio, pero es que basta con echar la vista atrás para (a) asombrarse y (b) perder una vez más toda fe en el sentido común de nuestra especie.

El doctor Jordi Craven, penúltimo custodio de la reliquia.

El doctor Jordi Craven, penúltimo custodio de la reliquia. / MANU MITRU

El amanecer científico de los rayos X en el laboratorio del profesor Wilhelm Röntgen, en 1895, no fue recibido precisamente como el descubrimiento del fuego, la rueda o la penicilina, por citar tres indiscutibles hitos. El escepticismo fue mayúsculo. “Un entretenimiento pueril”, se escribió en Francia sobre el hecho de que pudiera vislumbrarse la osamenta de un humano.

No fue esa la actitud de los primos Comas y Prió, que de inmediato partieron hacia Alemania para conocer en persona aquel invento y que regresaron a Barcelona con los conceptos aprendidos, sí, pero con ellos vino también, sin que tal vez lo imaginaran, el virus de la rechifla y la desconfianza. El doctor José de Letamendi, aunque su autoridad profesional ya comenzaba a estar trasnochada, definió los rayos X como “el arte de ejecutar sombras chinescas sin candil”.

Las virtudes de los rayos X y, posteriormente, la eficacia de la radiación para combatir el cáncer, quedarían muy pronto acreditadas. Callaron los negacionistas. Para los pioneros de la röntgenlogía (así la llamaban en un primer momento), el problema de repente no eran las mofas, sino algo tan trivial como comprar, que no era fácil, dosis de radium para trabajar con ellas en el laboratorio.

Simultáneamente, el Hospital de Sant Pau, que había nacido sin un pabellón dedicado al cáncer, se aprestó a tener uno, pero tomó la decisión justo cuando se habían acabado los fondos disponibles para las obras. El primer servicio de cancerología (el nombre se lo cambiaron después por el de oncología, porque creyeron que daría menos espanto) se financió con una memorable campaña de niños con huchas petitorias por todos los rincones de Catalunya. El 29 de junio de 1928, 10.000 niños rompieron a la misma hora los ‘cerditos’ y sumaron lo recaudado. Un feliz noticia, sin duda. La mala era que Prió Llaberia ya estaba condenado. Su mano izquierda era ya flotaba en formol y la Parca ya le tenía anotado en su agenda de tareas pendientes.

Que manipular átomos inestables traía complicaciones era algo que aprendió en vida incluso Marie Curie. Pero lo radiactivo tenía algo magnético. Aquellas muertes no impidieron que durante las décadas posteriores se cometieran sorprendentes insensateces. Y sobre esas historias ha sido un placer conversar con el doctor Craven, en una suerte de esgrima de anécdotas con la mano de Prió Llabería, como árbitro, sobre la mesa, que, por cierto, sabiamente sacó del formol hace unos 30 años. El olor químico inundaba la sala y ahora el hogar de la reliquia es una sencilla caja de porexpán.

La caja que hace las veces de urna, a la espera de un hogar mejor.

La caja que hace las veces de urna, a la espera de un hogar mejor. / MANU MITRU

El primer asalto lo gana Craven por solo un punto. Ambos recordamos la zapatería Torrent, en la zona más noble de la Gran Via de Barcelona, que en los años 60 y aún 70 hacía las delicias de los niños. La planta infantil estaba en un espacioso sótano al que se podía bajar en tobogán, pero ese no era el aliciente de renovar el calzado. Lo extraordinario era la máquina de rayos X con la que la encargada de la sección miraba a través de un visor si los dedos tocaban o no la punta del zapato. Alegremente te irradiaban el pie y, ya puestos, la cara, porque a ti también te dejaban mirar. “Había otra zapatería así en la plaza Molina”, explica. Touché por el dato.

Satisfecho por su primer punto, Craven plantea el reto de acertar qué dos especialidades médicas acumulan más mártires. Están por supuesto, los radiólogos, por ejemplo aquellos doctores que hasta entrados los 70 iban de colegio en colegio para, sin protección alguna, pasar a toda la chiquillada por una pantalla de rayos X. Pero, ¿cuál es esa segunda especialidad mártir? “Pues los traumatólogos que recomponían fracturas con un visor de bario sujeto a su cabeza”. Era, eso incuestionable, un método eficaz. También un lento suicidio. Y también una nueva estocada por parte de Craven.

Las ganadoras de un concurso de Miss Rayos X, junto a sus radiografías.

Las ganadoras de un concurso de Miss Rayos X, junto a sus radiografías. /

El doctor acepta con deportividad su derrota en el siguiente duelo, pues, caramba, reconoce que nada sabía de los concursos de belleza literalmente interior que durante los años 50 y hasta 1969 se realizaron, sobre todo en Estados Unidos, en los que ellas, aspirantes a miss, se dejaban retratar con rayos X. Detrás de aquel disparate estaba el gremio de los quiroprácticos y, más detrás aún, una casa de colchones que patrocinaba esas competiciones, porque lo que se pretendía era buscar la columna vertebral perfecta.

Un recuerdo compartido, empate, pues, es el hecho de que Barcelona tuvo, y se sabe poco, un reactor nuclear en la Zona Universitària. No tenía ningún propósito médico. Su función era formar a los futuros ingenieros nucleares del país. Se llamaba como el perro de Ulises, Argos, y los profesores y alumnos de la Universitat Politécnica de Catalunya partieron átomos ahí hasta 1977. En 1992, con motivo de los Juegos Olímpicos, pareció conveniente retirar el combustible, no fuera que alguien tuviera la ocurrencia de recordar su existencia y se desencadenara una reacción en cadena en la prensa internacional como la ocurrida con motivo de la exhibición de un bosquimano disecado en Banyoles. En 2002, Argos fue finalmente desmantelado.

Aquel episodio, el del bosquimano, no está puesto aquí solo por rellenar. Es una manera de abrir la caja de lo insólito, que no está precisamente vacía. La mano del doctor Prió Llaberia no es una excepción.

Florencia recuperó en una subasta celebrada en 2009 dos dientes y un diente de Galileo. Las aventuras del cerebro de Einstein son bastante conocidas. Tampoco está mal la trayectoria vital (si así se pudiera decir) del corazón de Francesc Macià, escondido dentro de un tonel y enterrado en un viñedo durante la ocupación nazi de Francia. Incluso las extraviadas, como la pierna de Ramon Turró, una historia estupendamente diseccionada en su día por el historiador Alfons Zarzoso.

Jeremy Bentham, tal cual quiso quedar para la posteridad.

Todo esto viene al caso porque el Hospital de Sant Pau no solo no organiza una pautada ceremonia cada vez que la custodia de la mano recae en un nuevo oncólogo (hoy ese honor es de la doctora Sancho), sino que, lo que son las cosas, no dispone ni de una urna, vitrina o caja de maderas nobles a la altura de las circunstancias, no sé, algo a la altura de lo que el University College de Londres hizo con los restos de Jeremy Bentham, que hasta recibe sentado a los visitantes, casi presto a responder a sus preguntas, si las tuvieran. Queda lanzado el desafío.