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El Hospital de Sant Pau disecciona la mente genial de Domènech i Montaner

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Carles Cols

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Nació Lluís Domènech i Montaner en 1849, cuando la de médico y la de cirujano eran aún profesiones distintas, la segunda de ellas en manos a veces del barbero del pueblo, que tanto cortaba el pelo como amputaba una mano gangrenada, y murió aquel genial arquitecto en 1923, o sea, solo cinco años antes del casual descubrimiento de la penicilina por parte de Alexander Fleming, todo un hito, cuando estudiaba un cultivo de una de las bacterias más canallas a las que se podía enfrentar hasta entonces un humano, el ‘Staphylococcus aureus’. Domènech i Montaner, pues, fue en sus 74 años de vida testigo de una vertiginosa evolución de la medicina y él mismo, según se mire, fue motor de aquel cambio como obstetra que fue del nacimiento del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau. La fundación que hoy gestiona aquel legado arquitectónico acaba de publicar un libro tan atípico como fascinante y que es poco menos que una disección anatómica de la propia genialidad de Domènech i Montaner.

Con motivo del centenario del fallecimiento de aquel portentoso representante del modernismo catalán (murió un 23 de diciembre), la Fundació Hospital de la Santa Creu i Sant Pau ha llevado a la imprenta una selección de los esbozos, planos y anotaciones que Domènech i Montaner elaboró entre 1901 y 1911 para dar forma al proyecto. Y de la imprenta ha salido un libro de aspecto austero, la antítesis, se podría decir, del propio modernismo, y con un título, además, parco en palabras, ‘El projecte i l’execució’. Ya ven. Pues es un gran acierto. Con tanta contención y asepsia se consigue que toda la atención del lector se focalice en lo que realmente es un tesoro, los planos y las correcciones que sobre esos mismo planos hizo el arquitecto, un material más valioso de lo que podría parecer, pues se conserva íntegro, incluso las facturas de los proveedores y los pagos a los trabajadores, incluso el fenomenal material con el que Domènech y Montaner explicaba a los artesanos que tenían que componer las coloridas bóvedas hasta el más mínimo detalle de la labor que tenían que llevar a cabo. Son, eso último, curiosísimas manualidades, en las que la representación de cada pieza cerámica es un papel recortado que se puede levantar por una punta para ver debajo otra alternativa cromática. Así de minucioso era en su quehacer.

Tinta y acuarela de Domènech i Montaner, para un detalle del pabellón de la cirugía.

Tinta y acuarela de Domènech i Montaner, para un detalle del pabellón de la cirugía. / Arxiu Històric de l'Hospital de la Santa Creu i Sant Pau

A lo largo de 30 años, es decir, incluso más allá de 1923, porque la construcción del hospital de Sant Pau la prosiguió, con más limitaciones presupuestarias, su hijo Pere Domènech Roura, se elaboraron más de 2.200 planos, una cifra sorprendente, pero más lo es aún que se hayan conservado todos ellos íntegramente, y no sin dificultades. El ‘corpus’ principal estaba en una caja de madera, no muy distinta a la que llevó Pasqual Maragall a Lausana para presentar la candidatura de Barcelona a los Juegos Olímpicos de 1992, pero en este caso con varios volúmenes manuscritos en los que se detallaba cómo iba a ser el hospital.

La caja con la que Domènech i Montaner presentó en 1911 de forma exhaustiva lo que iba a ser la nueva sede del Hospital de Sant Pau.

La caja con la que Domènech i Montaner presentó en 1911 de forma exhaustiva lo que iba a ser la nueva sede del Hospital de Sant Pau. / ZOWY VOETEN

Durante años, cuando la ciudad miraba con desdén su pasado modernista, aquellos libros se desperdigaron y amenazaron con ser extraviados, porque cada vez que había que reformar algún pabellón alguien los tomaba prestados y no los devolvía, de modo que es encomiable la tarea que asumió Pilar Salmerón al frente del área de archivo y documentación, que uno a uno, como si fueran los herretes de diamantes de ‘Los tres mosqueteros’, recuperó todos los volúmenes, sin los cuales su sucesor en ese departamento, Miquel Terreu, no habría podido impulsar hoy el libro que rinde homenaje a Domènech i Montaner.

Esbozo a lápiz dela fachada principal realizado por Domènech i Montaner en 1903.

Esbozo a lápiz dela fachada principal realizado por Domènech i Montaner en 1903. / Arxiu Històric de l'Hospital de la Santa Creu i Sant Pau

Aquella caja ya dice mucho del propio arquitecto. También es útil, si así de desea, para establecer comparaciones odiosas sobre la incomprensible soberbia con la que en ocasiones se ha menospreciado el pasado en esta ciudad y en sus alrededores. Hay un ejemplo que lo resume a la perfección y que atañe a otro de los maestros del modernismo, Josep Puig i Cadafalch. En 2008 se descubrió que lo que durante décadas fue el cámping el Toro Bravo, en Viladecans, todo un icono de las vacaciones populares, ocultaba una pequeña mansión que llevaba la firma de aquel arquitecto, una minúscula casa al lado de la playa que, en algunos aspectos, hasta podría considerarse tan atrevida como la propia Casa de les Punxes. De su origen algunas sabrosas cosas se saben, pero de sus planos, nada de nada.

La cuestión aquí y ahora es, no obstante, el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, un Patrimonio de la Humanidad que año tras año crece en número de visitantes y que, con motivo del centenario del deceso de Domènech i Montaner, no solo se ha publicado el libro, sino que ha repartido 14 reproducciones de los planos en distintos lugares del recinto, que invitan a reflexionar sobre lo que se contempla.

Perspectiva general del recinto hospitalario, tal y como lo pudo publicar la prensa en 1904.

Perspectiva general del recinto hospitalario, tal y como lo pudo publicar la prensa en 1904. / Arxiu Històric de l'Hospital de la Santa Creu i Sant Pau

Antes de comenzar a trazar líneas, Domènech i Montaner se documentó. Era arquitecto, no médico, así que visitó Berlín (Alemania) y Baltimore (Estados Unidos), ciudades que habían anticipado ya, un poco, esa distribución de pabellones cuando edificaron sus respectivos hospitales Friedichshain y John Hopkins. Había que buscar inspiración más allá de las fronteras, por mucho que Barcelona fuera entonces una cierta capital del despegue de la ciencia médica. En 1888, el mismo año en que Domènech i Montaner finalizaba las obras del Castell dels Tres Dragons y cubría aguas de otra joya, la Casa Thomas, el doctor Lluís Vila d’Abadal inauguraba en el pasaje Mercader la primera clínica quirúrgica del Eixample para las clases pudientes de la ciudad. Tras él vendrían otros cirujanos que se instalaron en el mismo pasaje, de modo que aquello terminó por ser llamado la calle de la salud. Eran los llamados años del furor quirúrgico.

Eran años de nombres propios. Pere Gabarró era célebre por sus técnicas de reconstrucción nasal en pacientes que, víctimas de la sífilis, se habían quedado sin ese apéndice facial. César Comas no se distrajo ni un minuto cuando supo en 1895 lo que Wilhelm Röntgen acababa de descubrir en Alemania, los rayos X, y fue un pionero en esta materia en la ciudad, aún a costa de dejarse literalmente la piel en ello. Miquel Arcàngel Fargas sorprendió al mundo desde Barcelona con sus innovadoras técnicas de ovariotomía.

Que en 1846, casi a la par que nacía Domènech i Montaner, se ensayara por primera vez con éxito el uso de la anestesia para dormir a los pacientes no fue ajeno a ese despegue de la cirugía. Pero lo que proyectó Domènech i Montaner en aquellos campos adquiridos en el Guinardó por el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau gracias a la herencia que quiso dejar a la ciudad el banquero Pau Gil era, por decirlo de algún modo, otra dimensión, algo mayúsculo, colosal, una suerte de hospital de campaña, pero modernista.

Miquel Terreu, responsable de los fondos documentales, sostiene uno de los planos originales del proyecto.

Miquel Terreu, responsable de los fondos documentales, sostiene uno de los planos originales del proyecto. / ZOWY VOETEN

Merece la pena reparar en un detalle del libro que no debería ser pasado por alto. Entre la selección de planos que ha llevado a cabo Terreu destacan, además de los imprescindibles, como los de la entrada principal y la torre del reloj, varios que corresponden a cada uno de los pabellones proyectados. Cada uno estaba llamado a tener una función específica. Estaban los edificios concebidos para la ginecología y la obstetricia, y también el de los quirófanos, hasta aquí, nada que extrañe desde la perspectiva médica actual. Pero luego estaban los pabellones de la viruela, del tifus, de la tisis, de la sífilis…, es decir, el proyecto de Domènech y Montaner es un retrato en alta definición de cuáles eran los problemas de salud entonces. En ese sentido, destacan incluso las ausencias. No había un pabellón para el cáncer, enfermedad ‘pequeña’ en aquellos años al lado de los estragos que causaban las dolencias infecciosas. Estaba previsto, en el proyecto original, incluso un pabellón llamado de aislamiento celular, con un terreno anexo en el que iba ser posible construir unidades de enfermería de madera que, pasado el susto, pudieran ser quemadas allí mismo.

Fachada lateral del pabellón diseñado por Domènech i Montaner para los pacientes aquejados de sífilis.

Fachada lateral del pabellón diseñado por Domènech i Montaner para los pacientes aquejados de sífilis. / Arxiu Històric de l'Hospital de la Santa Creu i Sant Pau

Las lecturas que ofrece el libro, en resumen, son varias. Está la estrictamente arquitectónica, está la propiamente médica y está esa que, de forma implícita, invita a adentrarse un poco en la mente de Domènech i Montaner, un hombre meticuloso y de una profesionalidad que causa sana envidia. Y luego está, también, la lectura urbanística, que a veces se pasa por alto. Todo aquel recinto estuvo a punto de ser mutilado en 1968 porque ya entonces cada centímetro cuadrado de suelo de Barcelona tenía el precio de una lata de caviar. En algunos despachos se imaginaron bloques de pisos en el espacio que generosamente ocupaban los pabellones. Aquella chaladura, afortunadamente, no se llevó a cabo y por eso que este 2023, con motivo del centenario del último suspiro de Lluís Domènech i Montaner, es posible viajar en el tiempo, a través de un libro austero y, a la par, modernista, dos palabras que podrían parecer antónimas.