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Reliquias médicas: la pierna perdida del doctor Ramon Turró

Ramon Turró, el hombre que resolvió la gran epidemia de tifus de 1914 en Barcelona, donó su extremidad amputada como reliquia científica y nadie sabe (perdón por la expresión) por dónde anda

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Carles Cols

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Se busca una pierna. Izquierda y de hombre. Fue amputada hace 96 años a la altura de la mitad del muslo. Estará, se supone, conservada en alcohol, formol o algún otro tipo de líquido. En caso de que alguien la encuentre, podría ser por ejemplo en una anaquel olvidado de la Universitat de Barcelona o entre las pertenencias de algún anticuario de lo exótico, por favor, que se ponga en contacto con Alfons Zarzoso, responsable del área de las colecciones del Museu d’Història de la Medicina de Catalunya (MHMC). Perteneció Ramon Turró, que en Barcelona tiene una merecidísima calle, pues en 1914, con una brocha y pintura roja resolvió una de las más letales epidemias de la ciudad, que cada día se llevaba con los pies por delante a 80 vecinos. Aquel episodio de tifus contagió a unos 25.000 barceloneses, de los que 2.036 no llegaron a 1915 para contarlo.

La feliz publicación de 'Cuerpor Mostrados', un libro inédito en su género, repesca la hitoria del muslo de Turró, héroe local

Que la figura de Ramon Turró y, por supuesto, la de su pierna incomprensiblemente extraviada (historia tan cierta como desconcertante de la que luego se darán más pistas) emerja ahora aquí no es por buscar al tuntún antecedentes de la actual crisis del coronavirus, sino porque el pasado 9 de marzo se presentó en Barcelona, sin hacer ruido, un libro sin igual, ‘Cuerpos mostrados, regímenes de exhibición de lo humano en Barcelona y Madrid entre los siglos XVII y XX’. Una decena de investigadores de distintas disciplinas exponen cómo a lo largo de los últimos 300 años el cuerpo humano o porciones de él se han empleado para la docencia médica o simplemente para la exhibición feriante, y cómo los criterios nunca han sido uniformes. Muy acertada estuvo durante la presentación la antropóloga Yolanda Aixelà, que contrastó la crisis ética que se desató en los años 90 por la exhibición de un bosquimano disecado en el Museu Darder de Banyoles y la indiferencia con la que Barcelona acoge actualmente una muestra permanente de cadáveres reales en posturas no siempre dignas, ‘Human bodies’, sin que a nadie le parezca mal.

12 riñones y siete próstatas

Pero fue Zarzoso, zorro viejo para estas lides, quien se llevó los focos por el título que le puso al capítulo con el que participa en el libro, ‘¿Dónde está la pierna de Ramon Turró?’, en el que repasa la breve historia del Museu d’Anatomia Patològica que se fundó en Barcelona a mediados de los años 20 y que fue desmembrado, oportuna expresión, sin duda, alrededor de 1940. Era aquel un espacio científico que nació con el propósito de servir de trampolín para los investigadores del campo de la ciencia médica. Era visitable, por supuesto, pero también las piezas de la colección podían prestarse para impartir lecciones en las aulas. Los doctores de la época aplaudieron el empeño de Antonio Ferrer Cagigal, impulsor del museo, y le ayudaron en la medida de sus posibilidades. La clínica de Emilio Sacanella donó 12 riñones y siete próstatas. Vicente Carulla, impulsor de la radioterapia en Barcelona, obsequió al museo con una cabeza jibarizada en la selva amazónica. Como queda claro, la colección era de lo más ecléctico.

Es necesario tener presentes estos antecedentes para comprender la cadena de acontecimientos que se desató en el número 10 de la calle del Notariat de Barcelona. Ahí vivía Turró en 1926 y ahí se hizo operar por varios de los médicos más reputados de la ciudad. No sobreviviría muchos días. La diabetes complicaba el resto de sus dolencias y, en un determinado momento, hubo que amputarle una pierna. Parece que estaba muy entero pese a las circunstancias, porque pidió expresamente a uno de los doctores, Joaquim Trias, que donara su pierna al Museu d’Anatomia Patològica. Lo hizo. Hay prueba documental de ello, pero la pierna se extravió cuando el museo fue víctima del desdén con el que por estas latitudes se tratan los fondos museológicos en desuso. En los años 80, el MHMC se hizo con una pequeña porción de aquel material, capaz de aparecer en los lugares más insospechados, por ejemplo, cómo no, en el mercado de los Encants. Pero de la pierna de Turró, a la que el calificativo de reliquia científica le viene que ni pintado, nunca más se supo.

La pierna fue donada por expreso deseo de su dueño al extinto Museu d'Anatomia Patològica

Las reliquias científicas son, que quede claro, más reales que las religiosas. A veces sus historias son azarosas. Dos dedos y un diente de <strong>Galileo</strong> retornaron hace pocos años al Museo de la Historia de la Ciencia de Florencia tras ser adquiridas en una subasta por un anticuario. El cerebro de Albert Einstein, aunque pasó décadas escondido en un tarro de cristal en una cocina particular, se conserva actualmente como un bien preciado en Estados Unidos. También sus ojos que, como el cerebro, fueron extirpados sin permiso y escondidos en una caja de seguridad bancaria en Filadelfia.

Hay reliquias aún más raras, si es que desean saber más. Henry Ford atesoraba en una probeta lo que él decía que era el último aliento exhalado por Thomas Alva Edison. La pierna de Turró, en este altar de excentricidades, podrá parecer la de un santo laico menor, pero este hombre hizo más por la salud de los barceloneses que las patronas de la ciudad, Eulàlia y Mercè, en todas sus procesiones juntas.

La epidemia de tifus de 1914 era de aúpa. El origen de la infección no estaba claro. La ciudad, con contadas excepciones, era nauseabunda. Las calles de Ciutat Vella y de los núcleos urbanos recién anexionados acumulaban capas de suciedad y en los terrados de las fincas se criaban a menudo animales de granja. Las infecciones por tifus desbordaban la capacidad asistencial de la ciudad. Un abogado de la Societat General d'Aigües de Barcelona, entonces en pugna con hacerse con la gestión privada del suministro, señaló en un mapa los domicilios de los infectados. Los puntos se arremolinaban alrededor de determinadas fuentes públicas. La mayoría de la población no disponía de agua corriente e iba a las fuentes y pozos a proveerse. Fue Turró, sin embargo, quien dio el paso decisivo. Como director de Laboratorio Microbiológico Municipal, determinó que el foco de la infección estaba en el suministro de Aguas de Montcada. A las autoridades municipales les tembló el pulso.

La epidemia de 1914 se llevaba por delante a 80 barceloneses cada día hasta que Turró empuñó la brocha

Turró era un hombre respetado. No en vano, Josep Pla, años más tarde, lo incluiría en su lista de ‘homenots’, pero la acusación que formulaba era muy gorda, y más aún si se tiene en cuenta que, aunque se le recuerda como doctor, jamás obtuvo el título de médico. Así las cosas, el ayuntamiento se limitó a recomendar que no se bebiera de las fuentes señaladas como culpables por Turró. No hubo bemoles para clausurarlas, y eso que la crisis sanitaria en curso echó a la gente a la calle al estilo con que en Barcelona se solían (y suelen aún a veces) resolver estas cuestiones, con un conato de bullanga. No faltaron disparos por parte de la autoridad competente.

Turró, el hombre de quien cualquier día de estos aparecerá una pierna en el lugar más insospechado y será todo un notición, se la jugó. Con pintura roja salió a la calle a marcar con una cruz las fuentes contaminadas. Solo entonces comenzó a remitir el episodio de tifus.