Induráin, Induráin, Induráin
Las leyendas del Tour.

Tourmalet por Sergi López Egea


Sergi López-Egea
Sergi López-EgeaPeriodista
Periodista especializado en ciclismo desde 1990. He seguido regularmente el Tour como enviado especial desde 1991 al igual que la Vuelta, varias ediciones del Giro, la Volta y Mundiales de la especialidad. Autor de los libros 'Locos por el Tour' (con Carlos Arribas y Gabriel Pernau, RBA), 'Cumbres de leyenda' (con Carlos Arribas, RBA y reedición en Cultura Ciclista), 'Cuentos del Tour', 'Cuentos del pelotón', 'Cuentos del equipo Cofidis' y 'El Tourmalet', todos ellos de Cultura Ciclista.
Hubo un tiempo en el que nunca se ponía el sol en el Tour. Nadie te hablaba en inglés, como ahora, cuando descubría por el acento que no eras uno de los suyos. Era una época en la que si cerrabas por trabajo la sala de prensa te arriesgabas a escuchar la palabra más odiada, el ‘désolé’, que suena muy bien, pero que significa, por decirlo de una forma suave, que te den y que te busques la vida.
Francia, por allá 1991, estaba acostumbrada a cenar antes de las 8 de la tarde y no comprendía que cumplir ese horario, sano, seguramente, era imposible cuando Miguel Induráin estaba lanzado a la conquista de Tours como lo intentan hacer ahora Jonas Vingegaard y Tadej Pogacar.
De Navarra
Induráin, a diferencia de los chavales de hoy, como Carlos Rodríguez o el ausente Juan Ayuso, que hablan inglés por los codos, se expresaba en su castellano con acento de Navarra, reivindicaba que él no se llamaba Mikel, como algunos pretendían denominarlo, y odiaba a raudales que lo denominaran Miguelón. Miguel, a secas, que ya está bien, porque era el nombre con el que creció en un caserío de Villava para seguir la tradición familiar de dedicarse al negocio de la agricultura… hasta que se subió a una bici para convertir en arte su estilo de pedaleo.
Siempre llevaba a su lado a Francis Lafargue, su traductor al francés, que no era un jefe de prensa al estilo actual, por el que todo el mundo debe pasar, a veces censor, en ocasiones, ayudante, pero que limita el acceso directo del periodista al deportista.
La llamada
Recuerdo una vez, cuando los móviles sólo eran un proyecto, que llamé al número de teléfono, lo que ahora denominamos “fijo”, entonces no había otro, de casa de Induráin. “Diga”, lo que se decía el siglo pasado cuando se descolgaba un teléfono. “Hola, quería hablar con Miguel”. La respuesta, con voz firme, no tardó ni un segundo. Era el padre que había descolgado. “Yo soy Miguel, Miguel Induráin”. “Yo quiero hablar, con el hijo”. “¡Ah! ¿con el ciclista?”. Y se escuchó un grito, otra vez con voz de tenor. “Miguel, te llaman”.
Ahora resultaría imposible llamar al teléfono fijo, que seguramente ni tienen, de Pogacar o Vingegaard, quienes, además, se ganarían una bronca de aúpa de sus jefes de prensa por facilitar los números privados.
Y poco después llegó Armstrong
Miguel era campechano. Era capaz de abrir la ventanilla de la autocaravana en la que se desplazaba a las salidas, un vehículo precursor de los actuales autocares, para bromear en su estilo de pocas palabras, lenguaje sano y rural. “¿Qué? No saludas”. Y se movía en la salida por todas partes, al ‘village’, la zona reservada para los invitados del Tour, adónde los corredores dejaron de ir cuando Lance Armstrong comenzó a cambiar la esencia del ciclismo; un autocar convertido en bunker de los corredores, todos con sus móviles mirando cualquier entretenimiento, a veces absurdo, antes de bajar del vehículo a la orden del jefe de prensa para atender la cita del periodista, convertido en paciente que aguarda la tanda en una consulta médica.
Cosas que casi no cambian
A Miguel le pegabas un chillido, reconocía tu voz y se paraba. Te contaba cómo había ido la etapa y, además, lo hacía sin engañarte, siguiendo el ejemplo de Pedro Delgado. Ahora, los ciclistas también se paran. Decir lo contrario sería engañar, siguen siendo deportistas cercanos al pueblo, pero los obstáculos han crecido en relación con la época inolvidable de Induráin.
La furgoneta
En aquellos tiempos, a partir, sobre todo, de 1993 hubo diarios que llegaron a desplazar hasta siete enviados especiales que se movían con una furgoneta, todo el mundo quería saber lo que pensaba, lo que decía, siendo corredor de pocas palabras, y casi había que hacer ruedas de prensa a los colegas extranjeros para contarles lo que querían saber sobre Miguel. Había un montón de periodistas italianos, que se movían a la estela de Claudio Chiappucci y Gianni Bugno. Hoy han desaparecido, como los corredores transalpinos. Italia, salvo alguna chispa de Filippo Ganna, ha dejado de ser esencia de este deporte.
Induráin cumplió 59 años el domingo, sigue siendo referencia en todas las marchas cicloturistas a las que acude, su mejor entretenimiento, concede pocas entrevistas, se decide de vez en cuando a comentar una etapa ciclista en televisión, pero continúa siendo una leyenda, un mito del Tour, cinco victorias lo contemplan, sabedor de que fue el buque insignia de una época inolvidable.
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