Gastronomías

Cómo ordeñar un calamar y otros prodigios de Aponiente

Ángel León, el Chef del Mar, inaugura una nueva temporada de su restaurante, con énfasis en la novedosa «cocina marítima dulce»

Champán para el más extravagante mar y montaña

El ave que se come pero que no existe

Aponiente: Ángel León

Aponiente: Ángel León / Pau Arenós

Pau Arenós

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Lo primero, al llegar al molino de mareas del siglo XIX que acoge Aponiente, es constatar lo disonante del lugar: el polígono industrial a la izquierda y la estación de tren enfrente. Y, sin embargo, no es un edificio ajeno al entorno porque se asienta sobre un caño del río Guadalete, en El Puerto de Santa María (Cádiz), rodeado de marismas y de unas salinas recuperadas.

Como el propio edificio, perdido en el tiempo hasta que el cocinero Ángel León lo ocupó como concesionario en el 2015, tras una rehabilitación con fondos públicos, e hizo de él su nave, nave inmóvil, nave de piedra que surca sin surcar los mares.

El molino de mareas que acoge el restaurante Aponiente.

El molino de mareas que acoge el restaurante Aponiente. / Pau Arenós

Aponiente es gastronomía de vientos y tempestades, que vive en el mar y que vive del mar, donde investigan y clavan conciencias.

Es Aponiente un restaurante singular en un periodo de restaurantes vulgares, uno de los pocos en los que la innovación es de obra y no de palabra.

La lista de las indagaciones para proporcionar nuevos alimentos es larga, acortada aquí para nombrar el fitoplancton o las grasas marinas o esa gramínea acuática llamado zostera, en la que el chef tiene grandes esperanzas: «Me gustaría que estuviera en el lineal del supermercado».

El queso de calamar.

El queso de calamar. / Pau Arenós

Cuenta la historia, con aire mágico, del pueblo comcaac, procedentes de isla Tiburón, en México: «Cada abril, llegaba el grano gracias al mar, lo apaleaban y preparaban unas tortas con grasa de tortuga». Los comcaac lo llaman 'xnois', semillas de pasto marino, y el uso ancestral ha estado a punto de desaparecer. ¿La diferencia entre la ofrenda que arrastran las olas y el proyecto de Ángel? El cultivo de forma controlada y no sometido al azaroso mar, y ya hay plantados 3.000 metros cuadrados. Abril es la primavera, y los milagros.

Regreso al molino de mareas en la espumosa estela del champán Moët & Chandon, que, según su presidenta, Berta de Pablos, comparte compromiso medioambiental con Aponiente: «Nos preocupa cómo restaurar la biodiversidad en la Champaña», instalados aquí en la biodiversidad de las marismas. En las mesas, el estreno del espumoso Grand Vintage 2015, al que, durante la comida, sucederán las botellas del 2006 y del extraordinario y longevo 1999.

Una botella del Grand Vintage 2015.

Una botella del Grand Vintage 2015. / Moët & Chandon

Benoît Gouez, Chef de Cave, dice, poético que son champanes llenos de luz. Ángel, Chef del Mar, es más práctico: «Mi cocina va bien con 'champagne-sherry'». Jerez y champán comparten suelos salinos.

Su cocina, su cocina extraterrestre, porque no es de la tierra, sino oceánica. Por ejemplo, el ¡queso de calamar!, «tartar de calamar, leche de calamar y el hongo del roquefort». Sugestionado, pienso en cómo ordeñan los tentáculos.

La piel de la morena, convertida en 'mochi'.

La piel de la morena, convertida en 'mochi'. / Pau Arenós

«'Pa' tirarse al suelo», responde el chef. Hermano, dice. Las frases de Ángel. La naturalidad de Ángel. Ha perdido 21 kilos, se le ve a gusto. El molino de mareas es su hábitat; él, sube y baja, como las aguas, se expande y retrae, se expone, vuelve a contenerse. Ese vaivén.

Más fantasía: la piel de la morena, que en otros años fue chicharrón, es ahora la seda de un 'mochi, un dulce japonés.

En este 2023, que inauguró en marzo, dedica el Capítulo 2 del menú a la «cocina marítima dulce», donde mezcla el jamón de atún –¡esa pata curada!– con chocolate y homenajea las tortas de anís con una lámina de cangrejos. 

Ángel y Carlos León, en la sala de Aponiente.

Ángel y Carlos León, en la sala de Aponiente. / Pau Arenós

Y así, todo: el flan de huevas de lisa y caramelo de mojama; la papada elaborada con barrigas de pescados y el puchero, con las espinas enranciadas; el choco en adobo, transformado en papel, congelado y cortado con la máquina japonesa para hacer 'kakigori', mojado en huevo y aliñado con las especias adoberas; la piriñaca (salpicón: tomate, pimiento, cebolla) con caviar ahumado, donde lo popular y lo exclusivo hacen un pulso, que no gana el poderoso; La Perfecta Cocción de la Puntilla, escaldada ante el comensal con aceite de girasol y servida con un fondo con sus interiores y almendras.

«Poco a poco vamos aprendiendo a cocinar rico», y lo dice con humor, lejos de focos, lejos de escenarios, esos lugares en los que, a veces, el espectáculo secuestra el alma.

Reservo para el final un aperitivo tremendo y tremendista: una cabeza de caballa rellena de salsa de tomate. Carlos León, director del restaurante, cuenta: «Da un trabajo tremendo: se sacan todos los huesecillos». Y no se tiran: «Con ellos, hacen colágeno». Aponiente es la cabeza de la caballa.

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