Cata Menor

El desengaño: la trufa, por Pau Arenós

El éxito de un producto se mide por el número de sucedáneos: el de la trufa, por los aceites inmundos y las patatas fritas atacadas por los aromas impuestos

Placer y ruina con la trufa

Un plato 100% gurmet: taco de bogavante con salsa holandesa trufada

Una trufa negra.

Una trufa negra. / Pau Arenós

Pau Arenós

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El éxito de un producto se mide por el número de sucedáneos.

El de la trufa, por los aceites inmundos y las patatas fritas atacadas por los aromas impuestos.

Bajo ese prisma podemos afirmar que es un ingrediente victorioso que, en proporción, poca gente toma en el estado original.

Para que algo penetre en lo popular tiene que ser transformado en patata frita de lineal de supermercado, según la visión de la industria. Y es ese el triunfo supremo.

Se trata de un proceso de sustitución: si no resulta posible acceder a lo primario, el personal se conformará con la suplantación.

Es el mismo régimen que sirve para los bolsos de los manteros, que la gente compra con la intención de aparentar en un ejercicio sin sutilezas. ¿Qué clase de placer produce sujetar una falsificación? Una impostura para impostores.

La crema de trufa, en realidad, una emulsión de setas, es el equivalente a uno de esos Vuitton –Buitton– a ras de suelo.

Huevo frito y trufa.

Huevo frito y trufa. / Pau Arenós

La cosa comenzó de forma simpática con un juego: se permitió que una bola deforme de chocolate recibiera el nombre del hongo a un precio distinto. Fue entonces cuando se inició el proceso de vulgarización.

Estamos al final de la temporada, de la salvaje y de la de cultivo, y el precio es un disparate, a 1.600 euros el kilo. Pese a todo, un ejemplar de unos 40 gramos da juego suficiente para que no creas que te extirpan un riñón, órgano que presenta un aspecto similar.

Para sacarle partido, y que el aroma crezca, es mejor rallarla que laminarla y derramarla en abundancia sobre grasas.

Lo ideal es que pase unos días encerrada en compañía de huevos –y que penetre en la albúmina por los poros– y después aplicarla a yemas o tortillas. Sobre pan tostado y ‘cansalada’ también se expresa con magnificencia. O en una pasta salteada con mantequilla.

La picardía: derramar unos hilillos para satisfacer al cliente expectante y justificar un cobro exagerado, o aliñar cualquier cosa con patés y aceites cargados de aditivos, abusando de la ignorancia del cliente o de su conformismo, o que en lugar de la ‘tuber melanosporum’ pretendan colar pedruscos de categoría inferior.

El desengaño: me domina la ilusión por la temporada, que sea un producto que no se encuentra al alcance de la mano, que sugiera misterios y dificultades, aunque después, al comerla, me pregunto: ¿realmente me agrada la mezcla de humedad y subsuelo o es obligatorio que me atraiga para representar el papel de buen gurmet?

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