De 'Perros callejeros' a Netflix
El nuevo cine quinqui reaviva el temor al estigma en los barrios de la Gran Barcelona
El retorno de los rodajes a la periferia, traumatizada por las películas de atracadores en la Transición, reabre el debate sobre la recreación estereotipada de los barrios desfavorecidos
Àlex Rebollo
Periodista
Jordi Ribalaygue
Periodista
Periodista especializado en información local de Barcelona y el área metropolitana. Ha trabajado en El Mundo, EFE, Público, Ara, Tot Barcelona y medios locales de Sant Adrià de Besòs y Badalona. Ha colaborado en la redacción del libro 'Objectiu Venus', sobre el barrio de La Mina.
Gerardo Santos
Periodista de información local. Durante diez años trabajé como redactor freelance para diversas publicaciones y para medios como los diarios Línia, centrado en el Barcelonès Nord.
El día en que el director José Antonio de la Loma se plantó en el extrarradio de Barcelona empezó a perpetrarse un estropicio que aún escuece. Era 1976 y se rodaba ‘Perros callejeros’, el primer disparo del cine quinqui: para unos, realismo social; para otros, afrenta a los vecindarios humildes. “No sabemos cómo llegó aquí. No habló con los vecinos, solo con unos cuantos chicos que se dedicaban a robar y asaltar coches... Les ofreció dinero”, recuerda el maestro Josep Maria Monferrer, del Archivo Histórico del Campo de la Bota y La Mina.
Monferrer enseñó allí entre los estertores del franquismo y los balbuceos de la democracia. Fue una época en que las familias desplazadas de las barracas a unos bloques abarrotados y construidos aprisa en Sant Adrià de Besòs se manifestaban por lo que se les negó: calles alumbradas y asfaltadas, servicios públicos, dignidad. Cuando el hartazgo por la miseria se desbordaba, los accesos a la barriada se cortaban para protestar. ‘En La Mina no hay payos ni gitanos, hay vecinos’, se escribía en las pancartas. Es un pulso olvidado de la Barcelona de los márgenes, que habría merecido que alguien filmara para la posteridad.
“¡Pero de eso no querían saber nada!”, se enciende aún el profesor, partícipe en el boicot contra De la Loma. “Encontraba a chorizos, ‘manguis’, podridos, desgraciados… No era precisamente la realidad del barrio. Es cierto que había de esto, pero también más cosas”, contrapone. El resquemor tiene motivo: el éxito de la cinta mancilló a toda La Mina, expandiendo un estereotipo que lo identificó a fuego como un antro de atracadores. “Los directores de las escuelas y los padres nos pusimos de acuerdo para sacar a los alumnos de clase cuando lo tenían todo montado para grabar -rememora Monferrer-. Pasábamos de arriba a abajo donde rodaban, los chicos se metían en medio de las cámaras, cruzaban de un lado a otro… Estuvimos así hasta que se cansaron, recogieron y se marcharon a otro lado a acabar la película”.
Casi medio siglo después de aquel amotinamiento, los sets de rodaje vuelven a frecuentar las afueras. Ahora no levantan más revuelo que el que despierta descubrir un rostro famoso. “Mayoritariamente, generan expectación e ilusión por acercarse a las pantallas. Pero también hay un sector preocupado, quizá más consciente del posible riesgo de esas películas de héroes en que reflejar un sentido a la vida. Recuerda a la historia con De la Loma”, observa Éric Rodríguez, educador social en La Mina.
De nuevo, telón de fondo
El vecindario situado a las puertas de Barcelona ha servido recientemente de escenario para parte de la trama de ‘Centauro’, ya en el catálogo de Netflix, y ‘Mi soledad tiene alas’, el debut del actor Mario Casas en la dirección. Ambos títulos se urden con idénticos mimbres: jóvenes, droga, delincuencia, marginalidad…
Son ingredientes comunes en el audiovisual actual, pero el retorno a lugares usados en los 70 como telón de fondo para las tropelías interpretadas por unos jovenzuelos sacados del barro hacen intuir una inspiración ‘neoquinqui’. Consultado por EL PERIÓDICO, el equipo de ‘Mi soledad tiene alas’ alega que ha pretendido más relatar vivencias generacionales que la delincuencia juvenil.
En La Mina, hay quienes no ven maldad en las películas y los que temen que reincidan en los mitos. “Estamos acostumbrados a que nos los tiren encima, pero más daño que nos han hecho los periódicos no creo que nos hagan”, resuelve un habitante del maltrecho bloque de Venus, donde transcurren escenas de ambas películas. “Vuelven a remover aquella porquería que nos salpicó a todos cuando acabábamos de aterrizar en el barrio. Empezaba lo de la droga y solo nos faltó aquello”, lamenta un vecino nacido en las barracas, que recuerda haber jugado de crío a imitar a 'El Torete', el intérprete que De la Loma captó en la calle y acabó devorado por una espiral destructiva.
“Era seductor ver a aquellos chicos de barrio como triunfadores, pero también hubo frenos: tuvimos a 16 o 17 alumnos nuestros implicados en la droga que murieron tristemente. En la pantalla no solían morir, pero sí en la vida real”, completa Monferrer. Rodríguez avisa de la línea “finísima” entre “visibilizar carencias o reforzar mitos que generan estigma y perpetuarlos”. “Al final, estos filmes buscan vender una historia, un producto, con aventuras y violencia, sin explicar los contextos que llevan a jóvenes a tomar ese camino, que muchos no escogen”, remarca.
Las causas, invisibles
Aunque el espectro de la nueva filmografía barrial pinta más amplio que tras el fin de la dictadura, persiste el acercamiento “vinculado a la delincuencia”, critica el director y guionista Víctor Alonso-Berbel. “La cultura popular juega con el barrio como una forma de enfocar la desigualdad y, a la vez, justificarla. Es una forma de decir que, si son delincuentes y se drogan, es normal que estén como están, aunque pasan muchas otras cosas en los barrios que no salen en la ficción”, percibe Berbel, que observa “dificultades” en el cine para “retratar las causas estructurales de la desigualdad”. “Eso es peligroso, porque estigmatiza”, alerta.
Días atrás se registró parte de la serie ‘Mano de hierro’ en Sant Roc, en Badalona. Netflix emitirá el ‘thriller’, que gira en torno al tráfico de cocaína en Barcelona. Lo produce Mediapro, que ha preferido no comentar nada sobre el rodaje. Al hermetismo se une que la filmación pasó desapercibida en el barrio, con algunas calles lastradas por los efectos del trapicheo y una pobreza honda. Una serie alemana sobre crímenes en la capital catalana, ‘Der Barcelona Krimi’, también se fijó en 2021 en Sant Roc y su polígono adyacente para localizar parte de la acción.
“No creemos que la grabación de series o películas así ayude a cambiar el estigma”, opina Carles Sagués, portavoz de la plataforma vecinal Sant Roc Som Badalona, presta a aliviar los desahucios y los problemas de infravivienda que tensionan la zona. “Yo no he ido nunca al Bronx, pero la idea que tengo me la he formado a partir de las películas que he visto. Estas pelis quizá me transmiten determinados aspectos que en realidad pueden ser diferentes. En Sant Roc, un barrio tan señalado, probablemente pasará lo mismo”, compara.
Estampa suburbial
Varias filmaciones han coincidido últimamente en Bellvitge, en L’Hospitalet de Llobregat, incluida la ópera prima de Mario Casas. La población del barrio se ajusta a la mayoría social de clase media-baja de la Barcelona metropolitana, aunque tal vez se lea la uniformidad de sus bloques inmensos como una postal suburbial. Influye, una vez más, De la Loma, que completó allí ‘Perros callejeros’ tras salir a escape de La Mina.
“Mucho cuidado con estigmatizar a los barrios”, previene el presidente de la Federación de Asociaciones de Vecinos de L’Hospitalet, Manuel Piñar. “Estos rodajes igual traen algo de prosperidad, pero el efecto contrario es el riesgo de estigmatizar. No estamos en contra de que se hagan, pero hay que poner el foco no solo llevándolo a una pantalla, sino buscando soluciones en los propios barrios y el ayuntamiento a espacios que han sido conflictivos”, analiza el líder vecinal, que ruega “un poco de consideración y mucha precaución” en las filmaciones.
“Los barrios siempre pueden ser objeto de reestigmatización y revictimización. No hace falta una serie, puede pasar con un suceso”, apostilla el antropólogo urbano José Mansilla, para quien “la intervención del cine o la televisión es un elemento de riesgo” para la representación de las periferias. “Lo importante es el objetivo de la película, la forma en que se trate la realidad que vive esa gente. Si se usa ese contexto para mostrar una realidad dura, cómo se intenta sobrevivir a un mundo que no es fácil y reivindicar una ampliación de los derechos de esos colectivos, me parece genial. Pero si se muestra amarillo y efectista, contribuye a la estigmatización”, distingue Mansilla, que advierte que apenas se produce cine social.
“¿Si me gusta que vengan a rodar? No me gusta nada. Pero lo hacen de otro modo. Las últimas veces han hablado con los vecinos”, aprecia el profesor Monferrer, que duda sobre si las viejas heridas podrían reabrirse: “Me gustaría que no, pero no digo que no pasará”. La puñalada del primer cine quinqui aún quema.
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