Éxito de una iniciativa de la sociedad civil
Fin del cuento de la lechera
Leer las noticias publicadas hace tan solo un lustro sobre lo que se daba por hecho que sería una de las macroreformas urbanísticas más importantes pendientes en la ciudad resulta un ejercicio tragicómico. «La transformación de Can Batlló no se quedará solo en la superficie, donde se construirán 1.400 viviendas, junto a equipamientos sanitarios, educativos, culturales y deportivos, y cinco hectáreas de zonas verdes. El subsuelo de este espacio industrial acogerá dos importantes instalaciones de servicios, un gran depósito de aguas pluviales y una planta de recogida neumática de basura», publicaba este diario en marzo del 2008, a las puertas del estallido de la burbuja inmobilaria que no solo se llevó por delante el espejismo de las 1.400 viviendas. Con ellas, arrasó con todos los equipamientos que debían levantarse en paralelo, siguiendo la lógica del cuento de la lechera que vivió su época dorada en la Barcelona posolímpica.
La gran zona verde de la que hablaba el citado artículo debía comunicar la nave central, donde debía trasladarse la sede de la Conselleria de Medi Ambient, hoy inexistente, -la conselleria como tal, no la nave- y el núcleo de equipamientos educativos, formado por una guardería
-centros cuya construcción el ayuntamiento de Xavier Trias descartó de su política educativa-, una escuela de primaria y un instituto. Alrededor de esta pastilla, se distribuían los pisos, con fachada hacia las calles de la Constitució y de Parcerisa, la avenida del Carrilet y la Gran Via.
Sobra decir que ninguna de esas promociones de viviendas se ha llegado a construir, y que la única que está a punto de levantarse está en las antípodas de la lógica especulativa que impulsaba el plan. Se trata de una pionera promoción de vivienda cooperativa en régimen de alquiler.
En su lugar, la resurrección de varias de las naves antaño propiedad de la opaca familia Muñoz Ramonet -las que están en suelo de propiedad municipal- que han propiciado los vecinos organizados ha convertido el espacio en una especie de banco de pruebas de un mundo regido por el trabajo comunitario, cuyos buenos resultados han servido de esperanza para el activismo vecinal del resto de la ciudad. No solo por el contagioso sentimiento del «sí se puede», sino porque todo ese trabajo se está haciendo con el beneplácito municipial -mediante un acuerdo con el ayuntamiento-, y sus buenos resultados han hecho que el gobierno de Trias vea con mejores ojos eso de la antes llamada autogestión, ahora conocida como gestión ciudadana, que se plantea para otros espacios de propiedad pública pero con un potente proyecto vecinal detrás, como la Flor de Maig, en el Poblenou, el Segle XX, en la Barceloneta, La Lleialtat Santsenca en Sants o incluso el centro okupado Can Vies, con lazos sentimentales con Can Batlló.
La cara y la cruz
La cruz del proceso la viven los pocos industriales que siguen trabajando en pésimas condiciones en la parte trasera del recinto, en los terrenos que han quedado del lado de la Generalitat -el plan tenía tres impulsores: la inmobiliaria Gaudir, el municipio y la Generaliat- resistiendo allí a la espera de recibir una indemnización. Pero sin las mínimas condiciones y en el más absoluto de los abandonos.
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