Ramon Llull en su cueva

JORDI PUNTÍ

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Fin de la campaña electoral, el pescado está vendido o podrido, y este sábado anacrónico de reflexión en realidad debería llamarse el Día del Silencio. Desconexión total, encerrados en la cueva como Ramon Llull allí en Randa, esperando alguna iluminación. Los últimos 15 días, añadidos a la Diada, añadidos a la precampaña y la pre-precampaña, nos han instalado -durante mucho tiempo- en tal ruido y desconcierto de voces que ya ni nos damos cuenta. Somos como esa gente que vive al lado de la autopista y solo se duerme si oye a los coches que pasan.

Una parte importante del hálito sonoro venía de las redes sociales, que hoy ya están perfectamente conjuntadas con los medios tradicionales. Cada vez que leía o escuchaba que alguien «incendiaba Twitter» o «lo petaba en Facebook» me imaginaba mi cerebro friéndose sobre la plancha de un frankfurt. Las redes son rápidas, la información se deglute sin pausa para crear otras formas de vida: chistes, críticas, eslóganes, mierda. Desde la pantalla solitaria del móvil, la forma de gritar más fuerte que los otros es repetir las cosas más veces, para que un coro de amigos te haga la ola y a su vez también las repitan.

Es cierto que los candidatos y sus partidos han ofrecido carnaza sin pausa. Un episodio como la guerra de las banderas, en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona, demuestra que algunos secundarios han perdido el sentido del ridículo y hacen lo que sea para atraer a los focos. Al mismo tiempo, como siempre sucede en situaciones excepcionales, durante la campaña han surgido una serie de comerciantes que han hecho su agosto dialéctico en pleno septiembre: nuevos opinadores que se subían a una silla para gritar y, contentos con sus palmeros, alentaban la bulla y la furia.

¿Sabrán volver a sus vidas solitarias, ahora, o, según los resultados de mañana, nos torturarán con más heavy metal? Por si acaso, hoy buscaré el silencio y haré como Don Draper en la última escena del último episodio de Mad men: sentado en el césped, los ojos cerrados, susurrando «ooommm» con una sonrisa. Aunque al final siempre gana la Coca-Cola.