Los jueves, economía

Globalización y cuitas electorales

Las batallas políticas actuales son solo el inicio de una nueva etapa donde persistirá la indignación

JOSEP OLIVER ALONSO

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Los partidos tradicionales están de los nervios. En el PP se extiende el pánico, al tiempo que el PSOE se tienta la ropa, deseando que se consolide su relativo éxito andaluz. Pero sean cuales sean los próximos resultados electorales, hay que convenir que un tsunami de indignación está modificando los parámetros políticos al uso, apuntando a una fragmentación electoral que anticipa nuevas realidades.

Evaluar las razones de ese cambio parece simple. Según la visión mayoritaria, los estragos de las mal llamadas políticas de austeridad explicarían las pérdidas electorales del PP y PSOE, y los auges del Podemos de Pablo Iglesias y de Ciutadans de Albert Rivera en España y los de ERC y la CUP en Catalunya.

Parte de razón no falta a los que defienden este análisis. Pero se olvidan elementos estructurales que ayudan a comprender mejor la profundidad de lo que sucede, al tiempo que los ubican en un contexto más global. Porque la inestabilidad política española tiene traducciones, distintas pero con rasgos comunes, en muchos países europeos, donde las consecuencias de la crisis han sido, en el peor de los casos, modestas. En Francia e Italia, por ejemplo, han emergido potentes corrientes que reclaman un cambio radical a sus élites dirigentes. Tan radical que Marine Le Pen en Francia, o los grillistas, la Lega Norte y Berlusconni en Italia se han situado en contra del proyecto europeo y defienden abiertamente -y ello les da una amplia base electoral- la salida del euro. En Holanda, el Partido por la Libertad de Geert Wilders, que podría ganar las elecciones del 2017, también apuesta por abandonar la Unión Europea y redefinir el país como una nueva Suiza. En Alemania, el partido antieuro, Alternativa por Alemania, junto a grupos anti-islamistas, definen una preocupante deriva política en el país, aunque hasta la fecha su techo electoral no supere el 10%. En Finlandia, los Verdaderos Finlandeses mantienen, con proclamas similares a las de Wilders, cerca del 15% de intención de voto. Finalmente, retengan el caso británico: por vez primera en su moderna historia parece que una alianza entre laboristas e independentistas escoceses va a gobernar. Ello refleja una fragmentación insólita en un país tradicionalmente muy estable, que también se expresa en el auge del Ukip de Nigel Farage, los antieuropeos que ganaron las elecciones al Parlamento de Estrasburgo en mayo pasado.

Los vientos de cambio que barren Europa sugieren que la situación española, y también la catalana, tiene raíces más complejas que la pura indignación provocada por la gestión de la crisis (PP) o por su generación (PSOE). Esta marea, que abarca desde la izquierda radical de Syritza a la extrema derecha de Le Pen o Wilders, expresa mucho más que la incapacidad de solución de los problemas cotidianos. Manifiesta un marcado temor sobre el futuro: por vez primera desde la segunda guerra mundial, no solo amplias capas sociales ven reducido su bienestar actual sino que crece la convicción de que sus hijos vivirán peor.

Y tienen razón en esa percepción, porque las causas de la pérdida actual de prosperidad, dejando al margen los impactos de la crisis financiera, son estructurales. En el orden interno, un envejecimiento acelerado, con un horizonte muy preocupante; en el externo, una globalización y un cambio técnico que han dinamitado las bases sobre las que se asentaban los estados de bienestar construidos tras la segunda guerra mundial. Y esos choques, simplemente, no se pueden eludir. Alan Greenspan, con su habitual cinismo, afirmaba en el 2001 que el cambio más importante que había tenido lugar en la economía mundial había sido la incorporación de 1.300 millones de trabajadores a la producción global. Con sus resultados de presión a la baja en salarios, desigualdad, pérdida de poder sindical y reducción del nivel de vida en los países occidentales. Añadan a este choque el del cambio técnico: la revolución tecnológica en curso es, también, la primera que destruye empleo de calidad, tradicionalmente ocupado por las clases medias.

La resultante final de estas fuerzas no es otra que una creciente desigualdad que, además, destruye el contrato social implícito por el que el esfuerzo individual se traducía en ascenso económico y social, un contrato que emergió en los años 50 del siglo XX, como destacaba David Willetts en el 2010 en su recomendable The Pinch, y sobre el que se han basado nuestras sociedades desde entonces.

Es por ello que las batallas que hoy atribulan a nuestros políticos no son el final. Son únicamente el principio de una nueva etapa en Europa, y también en América, en la que la indignación, por mucha mejora económica que se extienda, no va a desaparecer. Bienvenidos al futuro.