Ignacio Vidal-Folch: «No hay un buen diagnóstico para el poscomunismo»

El escritor Ignacio Vidal-Folch, en una imagen reciente.

El escritor Ignacio Vidal-Folch, en una imagen reciente.

ELENA HEVIA / BARCELONA

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No era precisamente un adolescente a medio hacer y por lo tanto influenciable cuando a Ignacio Vidal-Folch (Barcelona, 1956) le tocó vivir en directo como testigo periodístico las consecuencias de la caída del muro de Berlín. Esa experiencia ha nutrido tangencialmente algunos de sus libros pero es sustancial en 'Pronto seremos felices' (Destino), su último trabajo de ficción, que explora precisamente aquellos acontecimientos que conmovieron al mundo y sus corolarios. El autor ha limado sus sarcasmos y se ha vuelto más compasivo intentando comprender cómo el paso del comunismo al capitalismo en los viejos países del Este ha transformado a la gente de pie.

-Este libro está emparentado con su anterior libro, el dietario 'Lo que cuenta es la ilusión'. Aunque se trate de ficción, tiene alma de crónica.

-Aquel libro era introspectivo y éste, todo lo contrario, un texto novelesco que actúa como contrapunto. Yo conocí todos los países del Este por los que se pasea el protagonista, un viajante de comercio español, desde Checoslovaquia hasta Bulgaria a lo largo de 25 años. La ficción me ha permitido hablar de la gente que normalmente no aparece en los artículos periodísticos.

-¿Su intención era realizar el retrato de una época?

-Yo era un corresponsal en Praga durante aquella transición y desde ahí visitaba Bulgaria, Yugoslavia, Albania y algún otro país de la zona. Siempre me había dedicado a la cultura y para mí fue una inmersión política brutal. Allí hice amigos que me han hecho volver y me han permitido contemplar la evolución del paisaje y la gente.

-¿Por qué era tan interesante aquella realidad de antes del muro?

-Para un corresponsal como yo se abrían muchas oportunidades. Y es verdad que había algo indecente en el hecho de que vivías muy bien, como un ministro, comparado con la inmensa mayoría de la gente. Pero todo aquel mundo tenía algo novelesco y al mismo tiempo propicio a la meditación porque había muchos ratos perdidos. Las ciudades estaban como paralizadas en el tiempo y este se movía más lento. Cartarescu, un gran escritor rumano, me dijo que los libros tardaban en llegar a su país pero que cuando lo hacían los lectores podían leerlo todo porque no había ruido de fondo ni  distracciones.

-Es fácil pensar en el terreno de John Le Carré, esa atmósfera ominosa de peligro inminente se refleja bien en su novela.

 

-Sí, en la tercera y cuarta parte de la novela se muestran esos crímenes de Estado, ese mundillo lecarreliano. A poco que te movieras, no era difícil entrar en contacto inadvertidamente con algún chivato de la policía en el entorno de las embajadas.

-¿Cómo se detectaban?

 

-Te dabas cuenta a posteriori. Descodificabas entonces una actitud distanciada, una  ambigüedad pringosa en algún agregado comercial. En el barrio, por ejemplo, veías a gente con agobios económicos que de la noche a la mañana había prosperado milagrosamente. Cuando era evidente el porqué, sencillamente, cambiaban de barrio. Lo sorprendente era cómo se acostumbraban todos. Un amigo me dijo que sabía que la colaboradora que le habían puesto era una espía pero le daba igual porque le gustaba mucho la chica. Eso es puro Le Carré.

-¿Podría decirse que uno de los temas del libro es la construcción de la imagen que proyectamos frente al mundo?

 

-Todos nos reconstruimos para nosotros mismos y para los demás. Lo hacemos a través de la ideología, los relatos personales, el encadenamiento de los azares y con engaños y autoengaños. Pero eso es, simplemente, el primer escalón de la literatura. Una construcción que evita que la vida sea tan áspera.

-¿Cuál sería su diagnóstico del poscomunismo?

 

-Cada país tiene su historia, pero no hay un buen diagnóstico general para el poscomunismo porque seguimos arrastrando la guerra en Ucrania y todavía no se ha resuelto el odio enquistado en las distintas naciones. La situación actual se asemeja a la de antes de la primera guerra mundial que no fue un conflicto económico y sí de mentalidades exarcerbadas. Cien años después han regresado los nacionalismos y no me estoy refiriendo a Catalunya. Fracasó el comunismo y ahora tenemos que enfrentarnos a los mismos problemas que teníamos en 1913, como la desigualdad galopante  o encarar la manera para que el crecimiento económico sea un poco más sensato.

-¿Y cuándo seremos, de una vez por todas, más felices?

 

-Eso lo dijo Stalin en medio de una de las purgas más horrorosas, cuando empezaba a haber un poco de consumo en la Unión Soviética: «Ahora la gente está más contenta, camaradas, ahora somos más felices».

-Da miedo.

-Es una manera de expresar que la esperanza es lo último que se pierde. También, el 'leitmotiv' de los políticos. Es, claro está, un título irónico.