PERFIL
James Wright Foley, el reportero cortés
El periodista norteamericano aprendió español en Madrid y era elegante, fotogénico e ingenioso
Era educado y cortés, muy cortés. Casi nunca -por no decir nunca- alzaba la voz, casi nunca se enfadaba, casi nunca se alteraba. Cuando estaba en grupo, era de aquellos que se preocupaba de que no surgieran conflictos, de que todo el mundo se sintiera cómodo, reconocido y satisfecho. Porque James creía sobre todo en la fuerza de una comunidad, en que la vida, con sus altibajos y sus sinsabores, se afrontaba mejor en unión y con solidaridad, por encima de individualidades y egoísmos personales.
James Foley, de 40 años, tenía ocurrencias de gran ingenio, que podían alegrar un día aburrido y gris. Los árabes, cuando se dirigen los unos a los otros, en señal de respeto, se llaman sheij. Es un trato normal entre personas que no se conocen, algo así como el usted en lengua castellana o el vosté catalán. Y Jim, como buen norteamericano, era capaz de añadir una muletilla cool a esta tradicional fórmula de respeto mediooriental, intentando atraer la atención de sus interlocutores como si se encontrara en un estadio de béisbol de Chicago o en el campus de una universidad californiana, y no en la periferia de la milenaria ciudad siria de Alepo. «¡Hey, sheiji!», les apremiaba, provocando la carcajada general.
Hábil diplomático
Dotado de un sentido natural de la elegancia y una gran fotogenia, a James todo le sentaba bien. A veces, se ponía un pañuelo alrededor de la cabeza y parecía un egipcio recién salido de las pirámides, o una manta con la que se envolvía el cuerpo, asemejándose a un caballero Jedi extraído de una de las películas de la serie La guerra de las galaxias. Los dátiles sirios eran su perdición; los devoraba sin mesura, a manos llenas, provocándole, en ocasiones, severas indigestiones, cuyas lecciones nunca acababa de aprender.
Como todo ser humano, Jim tenía sus preferencias, quien le gustaba y a quien veía con recelo. Pero, lejos de dogmatismos y rigideces, intentaba dar a todo el mundo una oportunidad, hablar con aquel a quien incluso veía sus defectos de carácter con nitidez. Era, en resumen, un hábil diplomático, capaz de llevarse bien con todos y tener en cuenta los puntos de vista más opuestos.
Hablaba de su familia con gran respeto, en especial de su madre, Diane, católica de ascendencia ecuatoriana, a quien acompañaba a misa los domingos cuando se hallaba en su casa de Nueva Hampshire. Y mantenía una vinculación especial con España, ya que su tío es de Madrid, aunque en la actualidad resida en Houston (Texas). De hecho, pasó varios meses en Madrid estudiando castellano, idioma que hablaba con fluidez, aunque las jotas se le resistieran y más bien sonaran a haches aspiradas.
Foley sabía que la solidaridad era la esencia de su trabajo como reportero. De hecho, cuando fue capturado en Libia durante dos meses por el régimen de Gadafi, vio con sus propios ojos como un compañero, Anton Hammerl, moría por las balas gadafistas. Y junto con los periodistas Claire Gillis y Manu Bravo, organizó una colecta que recaudó unos 135.000 dólares para su viuda e hijos.
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