Poesía en el campo de concentración

Reportaje julie otsuka en Dominical

Reportaje julie otsuka en Dominical / periodico

IMMA MUÑOZ / Barcelona

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Julie Otsuka se ha sentado todos los días, desde hace más de una década, en un apartado rincón de un café del Upper West Side de Nueva York, donde vive, y, a lápiz y con palabras pequeñas y precisas, ha escrito la más grande de las historias: la de quienes luchan por estar a gusto en sus zapatos, no importa dónde reposen estos. Casi sin quererlo, buscando comprender a su madre, ha acabado comprendiendo a media humanidad.

Otsuka pensaba que su madre era una mujer como cualquier otra. Era hija de japoneses emigrados a Estados Unidos y trabajaba como técnico de laboratorio cuando conoció al hombre con el que se casaría, un ingeniero aeronáutico llegado de Japón para labrarse un futuro en esa tierra de oportunidades en la que había nacido su futura esposa. Cuando Julie llegó al mundo, su madre dejó el trabajo para ocuparse de ella y de los dos chicos que vendrían después. No parecía guardar ningún recuerdo traumático de su infancia. A veces hablaba de personas a las que había conocido en “el campo”, pero lo hacía con tanta naturalidad que su hija jamás pensó que ese campo fuera otra cosa que un lugar de recreo en el que compartió temporadas con su familia. Y no era exactamente eso.

El 7 de diciembre de 1941, el Ejército japonés bombardeó la base de Pearl Harbor, en Hawai. Su objetivo era destruir la flota estadounidense atracada allí para evitar que interviniera en las acciones militares que Japón estaba planeando llevar a cabo en el Sudeste Asiático. La respuesta americana no se hizo esperar: el 8 de diciembre, Estados Unidos declaró formalmente la guerra a Japón. Y 130.000 japoneses que vivían en el país pagaron las consecuencias. Entre ellos, la madre de Otsuka.

Medio siglo más tarde, su hija, partiendo de su historia, reconstruyó la de todos los que han sufrido el dolor de ser arrancados del calor, de la justicia y de la certidumbre en dos libros imprescindibles: 'Cuando el emperador era Dios' y 'Buda en el ático'.

La historia de la familia Otsuka, de tantas familias Otsuka de Estados Unidos, empezó a principios del siglo XX a bordo de un enorme y destartalado transatlántico transportador de sueños. Muchos hombres se subieron a él con la confianza de que en las vastas llanuras americanas o en las ciudades que empezaban a despuntar encontrarían el futuro que en Japón se les negaba. Ya instalados allí, a menudo con poco más que un jergón de paja, un techo inestable y un pedazo de tierra en el que echar demasiadas horas, recurrieron a lo conocido para encontrar esposa: a los pueblos de los que ellos mismos habían salido. Una foto, un nombre y una promesa -con los dedos cruzados- de bienestar bastaron para persuadir a muchas mujeres de que en Estados Unidos les esperaba la felicidad. Algunas dejaron corazones rotos y proyectos tras de sí, convencidas de que lo que de verdad ansiaban estaba más allá del Pacífico. La mayoría, sin embargo, tenía poco que perder y por eso se embarcó. Unas y otras se pegaron el batacazo de su vida al bajar del buque. En las fotos no se veían ni los harapos, ni el desinterés ni la rudeza. Ni se imaginaban lo duro que podía resultar vivir en América.

Campos de concentración en EEUU

Otsuka lo descubrió cuando buscaba respuestas a los interrogantes que le habían surgido con su primer libro, ese 'Cuando el emperador era Dios' en el que recogía las vivencias de su madre en el campo de concentración de Topaz (Utah). Porque eso era “el campo” que alguna vez salía en la conversación de pasada, como si tal cosa, sin darle importancia: un campo de concentración, por más que quienes lo habían montado se esforzaran en evitar cualquier evocación de la barbarie nazi llamándolos “campos de internamiento” o de “reubicación”. Con diferencias fundamentales, como que no había cámaras de gas ni su objetivo era el exterminio, pero con algunas similitudes extremadamente dolorosas: las alambradas de espino, el miedo permanente y la impotencia de saber que no había nada que hacer para salir de allí, porque uno no podía dejar de tener los ojos rasgados, y el pelo negro, y la piel amarilla, los rasgos de un enemigo de Estados Unidos.

El encierro había sido progresivo. El cerco se había ido estrechando. Empezó en enero de 1942 con la obligatoriedad de que todos los habitantes de origen japonés de California, Arizona, Oregón, Washington Oeste y Alaska, incluso los niños que habían nacido en suelo americano, se inscribieran en unos registros oficiales. Hasta 110.000 personas estuvieron en esas listas. Luego llegaron las restricciones para viajar, el toque de queda, las detenciones arbitrarias, la congelación de cuentas corrientes. Y en febrero de 1942, la orden 9066, firmada por el presidente Roosevelt para justificar la reclusión en uno de los 10 campos creados con ese fin: autorizaba al Gobierno a delimitar “áreas militares” de las que se podía excluir a determinadas personas. A los japoneses, vaya.

En primavera empezaron a aparecer en los pueblos y ciudades los carteles con las “Instrucciones para todas las personas de ascendencia japonesa”. Esas instrucciones se limitaban a indicar el día, la hora y el lugar en el que esas personas debían presentarse para ser evacuadas nadie sabía adónde. Bueno, sí, las autoridades lo sabían, pero los afectados lo tuvieron que ir descubriendo sobre la marcha. También se les advertía de que solo podían llevar un bulto por persona, y de que debían ir convenientemente etiquetados.

Un bulto por persona: apenas una semana para alquilar o malvender sus posesiones y partir hacia lo desconocido con algo de dinero en el zurrón. No hace falta decir que muchos americanos sacaron tajada de esa estampida: algunos se hicieron con tierras o con negocios que llevaban tiempo codiciando, o se ofrecieron a gestionar alquileres que nunca llegaron a los bolsillos de sus propietarios japoneses, o poblaron las vitrinas y los armarios con delicadas porcelanas y fragantes sedas a precio de loza y algodón.

Acusaciones delirantes

El miedo al otro, al diferente, al desconocido, ese recelo que es tan viejo como el hombre, estuvo detrás de la reclusión de los japoneses. También el miedo a perder votos si no se satisfacía a la masa. ¿Y el beneficio económico? Los historiadores no se ponen de acuerdo, pero hay un hecho incontestable: antes de la entrada de EE UU en la II Guerra Mundial vivían en el país 280.000 japoneses. De ellos, 150.000 residían en las islas Hawai, donde suponían casi el 40% de la población, y 130.000 en el resto del país, donde apenas eran el 1%. Fueron estos últimos los que pagaron los platos rotos. Ellos sufrieron las delirantes acusaciones de haber colaborado con el Ejército del emperador para llevar a cabo ataques, de haber hecho señales en la noche para indicar a los aviones dónde bombardear, de haber dibujado flechas con el arado en sus parcelas para indicar el camino hacia objetivos vitales. Ellos acabaron en los campos. Los residentes en Hawai quedaron fuera de las listas, de los toques de queda, de las órdenes 9066. Sustentaban la economía de la isla. Su marcha habría supuesto la ruina.

De todo ello hablan sin hablar los libros de Julie Otsuka, los únicos que ha publicado hasta el momento. Escribe despacio. Dos libros y un puñado de artículos y relatos en más de una década. Una hora y media como mucho al día. “Trabajando cada frase, cada párrafo”, dice. Milimetrando las palabras, su ritmo, su precisión. Son casi poesía en prosa. El casi es para 'Cuando el emperador era Dios'. 'Buda en el ático' es pura poesía. Por la música del texto. Por las imágenes. Por el poder evocador. Por dar voz a los invisibles, y dentro de ellos a las más invisibles de todas: mujeres inmigrantes pobres y procedentes de una cultura en la que la discreción y la aceptación del sufrimiento son valores en sí mismos.

En contraste con esa invisibilidad, la historia del triunfo de Julie Otsuka, la hija de esa mujer de Berkeley que jamás consideró necesario explicar a sus hijos que había pasado cuatro años de su infancia en el campo de concentración de Tuzla ahogada por la injusticia y el polvo del desierto, destaca más si cabe.

Nacida en Palo Alto (California) en 1962, su vocación siempre fue el arte, aunque en sus inicios materializó esa llamada empuñando pinceles y espátulas. Estudió Bellas Artes en Yale, donde se graduó en 1984, y quiso ser pintora. A eso consagró todos sus esfuerzos durante más de una década, sin obtener los resultados esperados. “Fracasé”, asume sin problemas en todas las entrevistas que concede. Abandonado el sueño de infancia, pasó tres años haciendo poco más que pasear, leer y trabajar para pagar la habitación en la que vivía, en Nueva York. Cumplir 30 años fue como un mazazo. Pensó que no había hecho nada con su vida. Y se matriculó en un máster de escritura creativa en Columbia. Allí gestó dos de los capítulos de 'Cuando el emperador era Dios', que fueron recogidos en una publicación de la universidad y llamaron la atención de una agente literaria que se puso en contacto con ella para ofrecerle colocar su obra. Una obra que no existiría hasta tres años más tarde.

Nueves meses escribiendo un párrafo

Se tomó su tiempo. “Tardé nueve meses en dar por cerrado uno de los párrafos del capítulo central del libro. Hasta que no doy una frase por acabada no paso a la siguiente, así que soy una escritora muy lenta”, reconoce cada vez que se le pregunta por su método de trabajo. Pero la espera valió la pena: era un viernes cuando su agente mandó el libro terminado a la prestigiosa editorial Alfred Knopf. El lunes tenían una generosa oferta sobre la mesa.

La historia de su madre abandonaba el silencio para llegar a cientos de miles de americanos que tal vez descubrieron allí que los campos de concentración habían estado mucho más cerca de lo que jamás pudieron imaginar, y que se sorprendieron al constatar la docilidad con la que una gente asumió que, de un día para otro, se les iba a arrebatar todo lo que tanto les había costado lograr. Esa sorpresa fue la que la llevó a ella a profundizar en las vidas de miles de inmigrantes japonesas hasta alumbrar 'Buda en el ático', algo así como una precuela coral de su ópera prima que ha vendido ya 300.000 ejemplares en Estados Unidos.

¿Y qué hay de la tercera obra de Otsuka? ¿Contará cómo rehicieron sus vidas esos japoneses tras ser liberados, con un billete de tren y 25 dólares, una vez acabada la guerra? Todo a su debido tiempo. Por el momento, solo se sabe que sigue intentando entender a su madre. Esta vez, indagando en el recuerdo y el olvido. Su madre sufre alzhéimer. Con suerte, de su mente habrá desaparecido el polvo del campo y solo habrá lugar para la poesía.

los libros

A pesar de que Julie Otsuka escribió nueve años antes 'Cuando el emperador era Dios' (2002) que 'Buda en el ático' (2011), a las librerías españolas llegó antes el segundo (en 2012) que el primero (la pasada primavera), tal vez por su éxito de ventas en EE UU y por la concesión del Premio PEN/Faulkner. Aunque no es ningún problema: el orden de lectura no altera el goce que proporcionan.