Casas con fantasmas

ISAAC ROSA

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Marcas de rotulador en la pared, dibujando una escala que señala el crecimiento de un niño a lo largo de años. Perfiles vacíos, despintados, donde hubo muebles o cuadros. Imanes caídos tras la nevera. Una silla olvidada, con el asiento vencido. Una habitación empapelada con motivos infantiles, otra con agujeros de chinchetas que sostuvieron pósteres adolescentes.

Echo cuentas: en mi larga vida de alquilado he pasado por casi una decena de pisos. En todos encontré huellas de quienes vivieron antes; en todos dejé mi rastro para quien llegó después. Mientras escribo, me asomo a la ventana y veo una excavadora que derrumba una antigua vivienda de realojo, de las que quedan en mi barrio. Al caer la pared externa, queda a la vista el interior: azulejos en la cocina, un armario pesado que sacrificaron en la mudanza, el terrazo moteado del suelo. Huellas, una vez más, aunque estas acabarán en un vertedero.

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Toda casa es una casa de fantasmas. Cuanto más antigua la construcción, más fantasmas entre sus muros. Suena a frase hecha, a lema publicitario, pero en cada casa que vivimos queda algo nuestro, en cada mudanza dejamos algo atrás, una parte de nuestras vidas, como la piel seca de las serpientes al crecer. Una casa es mucho más que una construcción física, es un espacio sentimental, un almacén de memoria. Algunas sobreviven en el tiempo, como museos de nosotros mismos, casas familiares que resisten de generación en generación. Otras se pierden bajo reformas, derribos y nuevas construcciones, pero sentimos que algo nuestro quedó allí. Cada mudanza nos duele, nos apena, incluso aunque sea para mejor.

Imaginen lo que supone un desahucio. Imaginen lo que significa salir de tu casa, abandonarla, dejar atrás tus huellas, fantasmas y memoria. Y además hacerlo obligado, tras haberlo intentado todo, después de un largo proceso de deterioro económico, social, personal. Dejar tu casa forzado por una sentencia judicial, perdiendo la propiedad pero quedándote con parte de la deuda. Con la frialdad de un burofax, de un funcionario judicial que comunica la fecha de lanzamiento. Imaginen la intemperie. Imaginen la situación cruel por la que han pasado decenas de miles de familias en la última década. Todavía hoy, pues los desahucios no han terminado.

Pero mejor no lo imaginen. Escúchenlo en primera persona. Que se lo cuenten los propios desahuciados. Acudan la semana que viene a la asamblea de la plataforma de afectados de su barrio, de su ciudad. Son asambleas abiertas, cualquiera puede entrar y participar. Solo hace falta que se sienten y escuchen. A quienes llegan por primera vez, con la orden de desahucio inminente, hundidos, muertos de miedo, sintiéndose fracasados. A quienes ya pasaron por eso y no solo se quitaron el miedo, la soledad y el fracaso, sino que ahora ayudan a que lo pierdan los recién llegados. A quienes ya sufrieron un desahucio meses, años atrás, y permanecen en la asamblea como activistas. Acudir a una asamblea antidesahucios es una experiencia por la que todos deberíamos pasar alguna vez. Aunque los desahucios no nos afecten. Aunque creamos que no nos afectan, que no son también un problema nuestro.

En 'Aquí vivió' hemos intentado compartir lo peor y lo mejor que nos ha pasado como sociedad en mucho tiempo. Lo peor son los desahucios, la manifestación más injusta de la crisis, una infamia que tiene responsables, que no es un desastre natural. Pero está también el reverso, más luminoso: lo mejor que nos ha pasado como sociedad en mucho tiempo: la lucha contra los desahucios, la experiencia admirable de tantas plataformas de afectados que por todo el país nos han dado una lección. Aprendámosla.