El parque de los líos

La escuela El Sagrer, una visita complicada al Park Güell

periodico

CARLOS MÁRQUEZ DANIEL
BARCELONA

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Lo bueno de tener 4 años es que no existen prejuicios ni maldad. No hay apriorismos, tampoco dimes y diretes ni rencor. Es por ello que 50 renacuajos de la escuela El Sagrer no se dieron cuenta de lo que estaba pasando, porque para ellos, lo único importante era ver, tocar y escuchar al enorme dragón de colores que días antes les había invitado a su jardín, al parque Güell, a través de un simpático vídeo que llegó a las clases por arte de magia. Se puede ir al detalle -profesoras de P-4 que sintieron que sus niños eran "pequeños delincuentes" durante la visita-, o se puede ampliar el foco y reflexionar sobre el cariz que está tomando el espacio público en la Barcelona de los más de 25 millones de turistas, sobre todo en lo que se refiere al uso por parte de los que deben escribir el futuro de la ciudad.

El caso de estos escolares recuerda el vivido por Ricard Galceran y Joan Prades, dos barceloneses que fueron amonestados por vigilantes y responsables del parque cuando estaban explicando sus bellezas a unos amigos. Tal y como detalló este diario hace dos semanas, se les instó a callarse porque aquello era una tarea reservada a los guías oficiales.

En el caso de los niños de El Sagrer, los hechos se remontan al pasado viernes por la mañana. El relato lo aporta Neus Sagrera, maestra de P-4 que todavía no ha salido de su asombro porque el año pasado, en un día gris que escupió cuatro gotas, no tuvieron ningún problema. "Las normas hay que cumplirlas, pero no puede ser que si hace sol y está lleno de extranjeros, entonces sean mucho más estrictos". Cuenta que una responsable les admitió que la cosa se complicaba cuando hacía buen tiempo, porque aquello se ponía a tope de gente. El colegio había reservado con antelación y les dieron hora de acceso al recinto entre las 9.30 y las 10 horas. Iban a ir muy justos de tiempo, porque había que pasar lista, atender los últimos pipís y llegar al autocar.

Cumplir normas

Se hicieron carne en las taquillas cinco minutos antes de las diez. «Movilizar a niños tan pequeños no es fácil. Necesitan su tiempo y las prisas a veces pueden generar peligros». Ahí empezaron los problemas para estos 50 niños y siete adultos. Pidieron poder desayunar antes de entrar a la zona monumental, pero no se lo permitieron porque estaba a punto de vencer su media hora de acceso. Insistieron, pero nada. "¿Cómo es posible que nadie entendiera que los niños de cuatro años necesitan desayunar antes de empezar una excursión?". En el 2014, en esa encapotada mañana de mayo, no tuvieron ningún agobio. El viernes, una responsable les dijo que tenía una hija de la misma edad y que lo entendía, pero que las normas son las normas. Y punto. Total: todos para dentro con el estómago desatendido pero con enormes ganas de conocer a la lagartija.

Cuenta Neus que en la entrada, además, les advirtieron sobre los límites de los educadores: "Nos dijeron que no podíamos dar ninguna explicación didáctica, que eso es algo que solo pueden hacer los guías, e intentaron imponernos uno". Un portavoz de BSM, la empresa municipal que explota el parque Güell, asegura que es «totalmente imposible» que alguien del recinto hiciera eso, porque las escuelas reservan los guías con 48 horas de antelación.

Bocata furtivo

Una vez en el interior, los mayores repartieron a los pequeños en grupos para evitar que alguien se perdiera entre la turba de turistas. "No solo no respetaban la hilera de niños, sino que además les hacían fotos como si fueran una atracción", recuerda Neus. Esta educadora tenía claro que lo primordial era que comieran, porque de otro modo, no tendría su atención. "Busqué un lugar más o menos escondido y les dije que sacaran el bocadillo y que dieran mordiscos rápido. Sentí que éramos pequeños delincuentes". Lo logró no sin antes driblar al personal de seguridad, ya que desde que accedieron al jardín, sostiene, los tuvieron atentos, detrás, a una distancia prudente, como esperando un error para saltar a llamarles la atención, "mientras no muy lejos, los vendedores ambulantes hacían lo que les daba la gana sin que nadie les dijera absolutamente nada".

Algunos grupos no tuvieron tanta suerte y abandonaron la zona antes de tiempo cuando algunas criaturas rompieron a llorar de hambre. Dejaron la visita a medias, pero al menos pudieron conocer a su amiga la lagartija. Ese buen recuerdo sí se lo llevaron. El portavoz de BSM recuerda que cuando se hace la reserva ya se especifica que dentro de la zona monumental no se puede comer, y que es necesario "programar el tiempo de descanso o pícnic antes o después de la visita, en la zona de libre acceso" del parque Güell.

Cero empatía

Otra vez las normas. Neus admite que hay que cumplirlas, pero echó de menos "algo de empatía, de humanidad", y recuerda que pidió por favor que les dejaran comer antes de entrar y que no se lo permitieron porque les habría vencido el plazo de entrada. "Una escuela no da ningún beneficio económico al parque, no gasta. Tuvimos la sensación de ser una carga, de que molestábamos, y además nos intentaron colar un guía. Lo único que pedimos es un poco de sensibilidad para que ninguna otra escuela pase por lo que pasamos nosotros".

La directora de la escuela, Conxita Güell (una maravillosa coincidencia), tuvo claro desde el primer momento que aquello no podía quedarse ahí. "Cuando vas con niños tan pequeños tienes imprevistos, dificultades propias de la edad, y eso es lo que queremos comunicar. La denuncia la hacemos con el objetivo de que esto no vuelva a pasar, de que se modifiquen ciertas maneras de actuar". Y prosigue con una reclamación más amplia, más de ciudad: "Si alguien debe tener prioridad para usar los equipamientos son los niños, y para ellos, y para las familias, debemos reivindicarlos con todas nuestras fuerzas". Neus se atreve con una propuesta: "Que un día a la semana sea para escuelas". Así los niños no molestan al turista, y viceversa. Porque quizás no sean compatibles.

Los pequeños llevaban dos semanas trabajando la figura de Gaudí. Ayer, ajenos a la indignación, pintarrajeaban un mosaico con su nombre, pero aún no tenían muy claro a qué se dedicaba. "Era pintor", aventuraba uno. El aula está llena de referencias al genio, incluida una foto suya en la ventana. Le miran y le reconocen. "Él hizo la lagartija", advierte uno. Todo lo demás, por suerte, les da igual.