BARCELONEANDO

Nos pierde la estética

No deberíamos convertir el cierre de cada local histórico en un drama existencial

La tienda Vinçon, con las persianas bajadas definitivamente.

La tienda Vinçon, con las persianas bajadas definitivamente.

RAMÓN DE ESPAÑA

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No sé si se han fijado, pero últimamente, cada vez que cierra un comercio de los denominados históricos, a los barceloneses nos da por el drama existencial. Ahora le ha tocado a Vinçon, como hace unos meses al colmado Quílez. En ambos casos -y muchos más-, ponemos el grito en el cielo, nos escandalizamos ante nuestra propia insensibilidad -«debí haber comprado más jamón en dulce cuando aún podía hacerlo», «debería haber adquirido la lounge chair original de Eames en vez de una imitación china», y así sucesivamente-, le preguntamos (retóricamente) al alcalde qué piensa hacer al respecto y lloramos la progresiva pérdida de carácter de nuestra ciudad de los prodigios, sacrificada en el altar del capitalismo, la vulgaridad y el imperio de la franquicia.

Curiosamente, nadie aborda el fondo de la cuestión, que en este resort turístico al que llamamos Barcelona siempre es el mismo: el dinero. Cuando te cuadruplican el alquiler hay que despachar toneladas de jamón en dulce para que te salgan las cuentas. Y aunque el local sea tuyo -caso del de Vinçon, valorado entre los cinco y ocho millones de euros-, ¿dónde encuentras, en época de crisis, a quien te pague 9.000 euros por el sillón Eames cuando los chinos fabrican unas réplicas estupendas? Por regla general, esos locales históricos le han sacado más a la ciudad de lo que la ciudad ha sacado de ellos. Fernando Amat, por lo menos, instaló una pequeña galería de arte en su establecimiento, o le echó una mano a Mariscal para que emprendiera su carrera de diseñador, pero, que yo sepa, nunca existieron la Fundación Quílez de Ayuda al Niño Desnutrido ni la Beca Quílez para Físicos Nucleares. Sé lo que me digo: mi padre, que en gloria esté, se pasó la vida yendo a comprar el whisky al Quílez y nunca le regalaron ni una triste lata de anchoas. Por lo menos, en el difunto bar Mauri (Provença-Aribau) le perdonaron una vez una croqueta a un amigo mío, aunque entre las protestas -quiero creer que humorísticas-de los parroquianos habituales, que no habían disfrutado de ese privilegio en 40 años de fidelidad al establecimiento.

Apretar los dientes

Yo también siento un amago de nostalgia cuando paso por delante del antiguo Zeleste y veo que hay un Desigual, cuya ropa detesto, pero me aguanto y, como recomendaba Pavese en uno de sus poemas, aprieto los dientes y sigo adelante. Tampoco me sentó muy bien que chapara un agradable balneario urbano al que acudía, en tiempos de vacas gordas, para que me crujieran la espalda sus robustas encargadas, pero acepto que ahora haya en su lugar un colmado paquistaní de los que no cierran nunca y en el que me abastezco de cocacolas y bolsas de patatas fritas.

Evidentemente, a mí también me gustaban el colmado Quílez y la tienda Vinçon, aunque hacía años que no frecuentaba el primero y que la segunda solo me servía como pasillo interior, lleno de cosas bonitas e inaccesibles, entre el paseo de Gràcia y Pau Claris. No me hace especialmente feliz que Vinçon se convierta en un Zara -Amancio Ortega ya me sopló el Virgin Megastore de la Gran Via- y el Quílez en yo qué sé qué, pero considerar su cierre una tragedia doméstica roza lo ridículo y es una muestra más de nuestro habitual quiero y no puedo. La realidad, nos guste o no, es otra, más favorable al vendedor de camisas y bragas y al tendero paquistaní que al comerciante exquisito. Es como la propia ciudad, que la pensamos de una manera y es de otra: creemos vivir en la capital de una nación milenaria, pero no hemos parado hasta convertirla en una inmensa Magaluf.

Lo que nos gustaba de Quílez y Vinçon a los buenos burgueses del Eixample era que estuvieran en su sitio como parte inamovible de un decorado señorial. Ya no nos daba el presupuesto para jamón en dulce del bueno ni preciosas mesitas de centro, así que creo que nos habríamos conformado con conservar las fachadas, sostenidas por tablones como las falsas casas en las películas del oeste. Nos encantaría vivir en la ciudad de Vinçon y  Quílez, pero hemos de hacerlo en Villa Chancleta y abastecernos en el badulaque de la esquina. ¿Tendría razón Unamuno cuando dijo que a los mediterráneos nos perdía la estética? No estoy seguro, pero a los dignos habitantes del Eixample ya solo nos falta echarnos unas migas por encima antes de salir de casa a cruzar miradas asesinas con nuestros vecinos mientras pensamos: «¡Con lo que hemos sido!»