Vivir en la pobreza extrema

"O espabilas o te pudres en la calle"

Durante el día, las más de 4.000 personas sin hogar de Barcelona van de un lado a otro para asearse, comer y lograr salir del remolino de exclusión en el que están metidos

El comedor social Navas, ubicado en la Meridiana, reparte más de 340 lotes diarios de comida y sus trabajadores temen por un ERTE que parece surrealista

Los sintecho viven atemorizados ya sea por las inclemencias del tiempo, como estos últimos días, o por las agresiones nocturnas

Emilio y Alberto, dos hombres sin hogar usuarios de comedores sociales

Elisenda Colell

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Qué comer. Dónde ducharse. Ver la playa. Y poco más. Este es el día a día de Emilio, un hombre de 54 años que desde 2017 vive en las calles de Barcelona. "Intento pensar en el presente, porque si pienso en el futuro, si planeo lo que me gustaría hacer, me hundo", responde. Alberto, un argentino de 59 años, distingue a la gente entre si vive o malvive. "Y yo soy de los que malvive", asume. Ambos forman parte del grupo de más de 4.000 personas sin hogar en la ciudad que han asumido vivir en la pobreza extrema de una forma rutinaria. "Un año en la calle son como tres años para la gente normal", dice Emilio. "Y además te mata", añade Alberto.

Los dos hombres asisten al reparto de comida que ofrece el comedor social Navas, ubicado en la Meridiana. Al día, este comedor reparte más de 340 lotes de comida y sus trabajadores temen por un ERTE que parece surrealista. Alberto es el último en llegar. Viste chanclas, unos calcetines muy gruesos, y dos mantas le cubren el resto del cuerpo que culmina con un gorro negro. "Soy el último pero el que más tiempo lleva aquí", contesta. A sus espaldas ya suma más de 20 años alimentándose en los comedores sociales. Acepta a hablar, a contar su historia y denunciar una Barcelona "que nadie quiere ver". "Pero andando. Si no me muevo me muero de frío". Se entera que esta frase hecha puede ser también una expresión literal. El lunes dos jóvenes sin techo murieron en plena ola de frío. Él se queda helado.

Conocer una decena de comedores sociales

Alberto dice que en la calle propiamente solo ha estado un año. Durante el 2000. "Dormía en un cajero pero me echaban y me iba a un garaje, en Pedralbes". Luego el tiempo se difumina. Habla de varios albergues, de relaciones tormentosas compartiendo vivienda, y suelta que hoy duerme en un despacho en el centro de la ciudad. "No tengo cocina, ni nevera, ni calefacción, ni ducha. Solo una cama", expone. Le da miedo asearse, porque en el lavabo, que comparte con otras oficinas, el agua del grifo está helada. "Claramente sí, soy una persona sinhogar que malvive", asume. Lo refleja el hecho de que se conoce al dedillo una decena de comedores sociales y sitios donde asearse de la ciudad. "Lo que pasa que ahora si hace mucho frío no salgo de casa. Me cubro con mantas y ya está", expone.

En el bar, se toma un cruasán y un café caliente por 1,70 euros. "Así ya he comido y lo del comedor me lo guardo para la cena", cuenta Alberto

La conversación la mantiene dentro de un bar cercano. De camino, se encuentra un táper con comida, muy parecida a la que le han repartido en el comedor social, encima de una tabla de tenis de mesa. La recoge sin escrúpulos, igual que lo hace, según explica, en un Burguer King del centro. Ya en el bar, se toma un cruasán y un café caliente por 1,70 euros. Son las tres de la tarde, pero él cumple su ritual, aprovechando la oferta del local. "Así ya he comido, y lo del comedor me lo guardo para la cena", cuenta. Los días que no brilla el sol, y no se desplaza hasta la Meridiana, apenas ingiere algo.

Vuelco vital por la crisis del ladrillo

Emilio también tiene una rutina muy marcada. Y más desde el día de Reyes, cuando entró a vivir en el albergue Ali Bei, gestionado por la Cruz Roja. Se levanta a las siete, y apura hasta las nueve para salir a la calle. De allí visita al asistente social, va a recoger el almuerzo y se lo come en un parque cercano. Hoy hay verdura hervida y fricandó de ternera mojado con pan. De postre, yogur y un zumo. "A veces aprovecho y me acerco al paseo marítimo para ver el mar", agrega. A las ocho vuelve al albergue. "Mucha gente se cruza conmigo a lo largo del día, y no tiene ni idea de que vivo en la calle", expone.

Habla en presente porque ha ido y venido por tantos centros que ya no ve la diferencia. Este albañil de Roquetes sintió que su vida pegó un vuelco a partir de 2008 con la llamada crisis del ladrillo. "Empecé a quedarme sin trabajo, y el piso que alquilaba se incendió. El dueño me duplicó el contrato y allí empezaron mis desgracias", recuerda. Primero, de habitación en habitación. Hasta que un día se fue a dormir a la playa de la Barceloneta. "El primer día no eres consciente de nada, de todo lo que vendrá". Pero vino. Y acabó encontrando su cobijo en las gradas del velódromo de Horta. "Estaba más resguardado", comenta.

Hoy hay verdura hervida y fricandó mojado con pan. De postre, yogur y un zumo. "A veces aprovecho y me acerco al paseo marítimo para ver el mar", agrega Emilio

Allí le encontraron los Mossos en marzo del 2020. En pleno confinamiento, ingresó en el pavellón de la Fira de Barcelona. "Vi cosas surrealistas. Turistas atrapados en la ciudad y personas en la calle que estaban hechas mierda. Con diabetes, con tratamientos de cáncer que fueron pospuestos, y personas que ya han tirado la toalla y se han metido a fondo con el alcohol", asegura. Y allí fue cuando se dio cuenta que no podía estancarse. "O te espabilas o te pudres en la calle", pronuncia. Pero la rueda de la pobreza, a veces, gira a una velocidad increíble. La Fira cerró, y fue alternando algunas noches en albergues con otras de calle. Por ejemplo, la Navidad. "Me lo tomé como un día más, un día normal. Pero por dentro me moría por estar con mi mujer y mis dos hijos, con comprarles un regalo". Es acordarse de ellos, y romper a llorar.

Tanto Emilio como Alberto sostienen que vivir en la calle, y ser víctimas de esta pobreza extrema, les va a quitar años de vida. Según lo cálculos de Alberto, él ya ha perdido seis. Conseguir un trabajo estable con un sueldo que les llegue para una vivienda les parece una quimera. Mientras, les toca soportar el miedo a morir cada noche. Morir de frío, como Amine. Morir a las manos de un viandante que les agreda, como pasó el mes de abril. "Esto es una lotería, pero solo sales perdiendo. Solo espero no ser el siguiente", se despide Emilio.

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