testigo directo

La vergüenza de la talidomida

En 1957, los laboratorios Grüneltal empezaron a comercializar un fármaco milagroso contra las náuseas del embarazo. Se vendía sin receta y se consideró inocuo hasta que solo unos meses después empezaron a nacer niños sin manos o sin piernas. Alemania prohibió su venta en 1961 y España, dos años después. Sin embargo, siguió vendiéndose. A Antonia Durán se lo recetaron en 1970 y su hija Sofía nació sin brazos ni piernas. Ella, autora de este testimonio, es una de las víctimas que denunció su caso en el 2010 junto a otros afectados, a quienes el Tribunal Supremo ha negado una indemnización porque el delito ha prescrito.

los pérez-durán Los padres de Sofía, que hoy tiene 45 años, no supieron que era una afectada por la talidomida hasta hace año y medio. Piensan recurrir la sentencia del Supremo en Estrasburgo.

los pérez-durán Los padres de Sofía, que hoy tiene 45 años, no supieron que era una afectada por la talidomida hasta hace año y medio. Piensan recurrir la sentencia del Supremo en Estrasburgo.

SOFÍA PÉREZ DURÁN

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Esta información se publicó el día 02 OCT 2015. El contenido hace referencia a esa fecha.

Me llamo Sofía Pérez Durán y nací sin brazos ni piernas debido a la talidomida que mi madre tomó durante su embarazo por prescripción médica. Es algo que no debería de haberme pasado, ya que en aquel año, 1970, ya se había prohibido la venta de este medicamento. Sin embargo, estuvo en el vademécum de las farmacias hasta 1976. Yo soy una de las afectadas más jóvenes de AVITE, la Asociación de Víctimas de la Talidomida en España y otras Inhabilidades, aunque en nuestro grupo también hay un chico de apenas 20 años.

No tengo extremidades y, en consecuencia, dicen que soy la persona de la asociación en la que más evidentes son los efectos de la talidomida, aunque yo creo que he tenido suerte. A diferencia de otros compañeros, el fármaco no me ha afectado los riñones ni ningún otro órgano. Me han dicho que hay efectos que aparecen con la edad. Yo cumpliré 45 en noviembre y hace unos años empecé a sufrir problemas por no tener cabeza de fémur. Antes me movía bien por el suelo -«como una tortuguita», según mi madre-, pero ahora me resulta doloroso y me muevo en silla de ruedas. Aunque soy capaz de ponerme el camisón, no puedo vestirme ni limpiarme sola cuando voy al baño. He aprendido a ser independiente en muchos aspectos, sí; pero para otros no encuentro solución.

Se contabilizan unos 10.000 afectados por la talidomida en todo el mundo. En España fueron unos 3.000, aunque ahora debemos de quedar unos 500. Parece que están esperando a que muramos todos antes de darnos una solución.

En Alemania, los laboratorios Grüneltal fueron empujados por el Gobierno a crear una fundación para indemnizar a las víctimas y, cuando se vio que sus problemas aumentaban con la edad, mejoraron las ayudas. En toda Europa, en Australia, en Brasil o en Japón se han buscado soluciones, pero en España no ha habido ningún gobierno que nos apoye. El laboratorio nos ha pedido perdón, pero ha recurrido la sentencia que nos daba la razón sin que nadie haga nada. La semana pasada, el Tribunal Supremo estimó que el delito de los laboratorios había prescrito. Me sentí llena de rabia. Las víctimas necesitamos el dinero porque no estamos prescritas. Estamos vivas.

Demostrar que lo que nos ha ocurrido se debe a la talidomida no es fácil. Mi madre no fue capaz de relacionar lo que ocurría hasta hace 15 años. Escuchó en una entrevista en la televisión y vio que todos los síntomas coincidían. Fue entonces cuando se puso en contacto con AVITE. Y hace solo año y medio que un médico forense determinó que era una afectada por la talidomida. Como en muchos casos, todo ha sido muy lento.

Las ayudas son mínimas.  Yo dispongo de una silla de ruedas de la Seguridad Social, muy básica, que cuesta unos 3.000 euros. El respaldo no se mueve y, al no poder cambiar de postura, me acaba doliendo la espalda. El asiento tampoco sube ni baja para que pueda adaptarme a las mesas, así que le he colocado un invento para no tener que agacharme tanto al escribir. Las sillas con más prestaciones cuestan más de 7.000 euros y,  desde hace unos días, no están subvencionadas. Acaban de aprobar una nueva ley que obliga a elegir entre la silla básica del seguro o pagar el precio total de cualquier otra más completa sin que te abonen la diferencia.

Yo solo cobro una pensión no retributiva de 540 euros. Después de pagar la residencia en la que vivo de lunes a jueves me quedan unos 80. Elegí vivir en un centro para ser más independiente, pero también es una necesidad. Cuando estaba más delgada mi madre cargaba conmigo para vestirme o asearme, pero ahora, aunque ella está muy bien de salud, cumplirá 71 años y eso se nota. Mis amigos de la residencia han dicho que van a hacer una colecta para que mis padres y yo podamos ir a recurrir al Tribunal de Estrasburgo.

Si no me hubiera ocurrido lo de la talidomida sería como tú. Quiero decir, que sería una persona como mi madre o mi hermano pequeño, que llegó a nacer, dice mi madre, porque por entonces ya existían las ecografías. Mi madre me ha explicado que durante mi gestación tuvo un embarazo muy malo. En pleno julio alternaba el sudor con los escalofríos. Le prescribieron un tratamiento. Ella no supo de qué se trataba, pero de un día para otro se le evaporó el malestar.

Yo nací en noviembre en una clínica privada de Barcelona. Fui sietemesina, pesé apenas un kilo y 400 gramos y, para sorpresa de todos, no tenía extremidades. En un principio, los médicos me dieron por muerta y me dejaron en una habitación, sobre un mármol, con el cordón umbilical sin atar. Parece ser que una monja pasó por allí y me oyó gemir. Así que me llevaron a la incubadora.

En la clínica le explicaron a mis padres que no estaban preparados para atender un caso como el mío y que cada día de incubadora les saldría muy caro para que al final, seguramente, no viviera demasiado. Le sugirieron a mi padre y a mi tía que me llevaran al hospital de Vall d'Hebrón en un taxi. Llegué azul y los médicos les echaron la gran bronca por imprudentes. Solo habían hecho lo que les dijeron.

Estuve en el hospital casi tres meses. El 21 de enero me llevaron a casa y al día siguiente mi madre andaba conmigo por la calle haciendo la compra. No estaba dispuesta a que nadie le dijera «pobrecita», así que ese mismo verano me llevó a la playa sin cubrirme ni esconderme.

Los médicos nos hicieron pruebas a mis padres y a mí para determinar por qué había nacido sin brazos ni piernas, pero aparentemente todo estaba bien. Dicen que la talidomida es invisible y no deja rastro en los análisis. Los médicos dijeron que quizás todo se debía a un virus.

Hasta los 10 años también me hicieron mil pruebas para colocarme prótesis. Hasta que descubrimos que podía hacer más cosas sin prótesis que con ellas. Cuando me quitaron todo, dejé de sufrir y empecé a ser una niña feliz. Mi casa estaba siempre llena de niños. Entre los conocidos siempre estuve a gusto. Tengo un buen carácter.

Con los desconocidos, al principio, era otra cosa. De pequeña me molestaba mucho que me miraran y solía sacar la lengua, pero mi madre me hizo ver que era normal que algunas personas se sorprendieran y que no tenía ninguna importancia. Hoy no tengo complejos y creo que me las apaño bastante bien.

Mi madre también me ayudó con el colegio, porque perdía muchas clases. Como es modista, me enseñó a hacer punto de cruz. En una de las pruebas que me hicieron de pequeña alguien pensó en quitarme la bola, el apéndice que tengo en el muñón de la mano izquierda. Menos mal que no lo hizo, porque tiene movilidad y la uso para coger la aguja. Con el hombro derecho y la cabeza enhebro y cojo las tijeras, aunque últimamente me duelen las cervicales. Más todavía desde que hace cuatro meses me atropelló una furgoneta que daba marcha atrás y me tiró al suelo.

Mi madre también me ayuda a seleccionar los colores cuando pinto al óleo. Cojo el pincel con la boca y ahora estoy trabajando en una reproducción del Guernica. Y hago mis inventos para poder hacer cosas. He puesto en la silla uno de esos palillos de la comida china que me sirve para sacar y meter la tarjeta cuando voy en tren y en autobús, y hasta he instalado un posavasos por si quiero tomar un café o un refresco.

Llevo 19 años viviendo en residencias. La primera vez que me quedé en una fue durante el viaje que mis padres hicieron a Argentina para celebrar sus 25 años de casados. Cuando volvieron al cabo de un mes yo quería seguir allí, pero no había plaza. Después encontré un centro en Barcelona para afectados por parálisis cerebral. Las normas eran las mismas para todos y no se me permitía salir del centro. Eso no me gustó.

Un tiempo después encontré en internet un centro que atendía problemas físicos como el mío y no psíquicos. Era un sitio tranquilo y más cercano a casa, en Sant Feliu de Llobregat. Cojo un autobús y un tren. Me siento más libre, porque puedo salir con amigos a merendar. A mi madre le dio respeto el cambio, pero ha confiado en mí. Además, hace tres años una monitora me ayudó a encontrar una escuela de adultos cerca y voy por las mañanas. Este año he empezado tercero de la ESO.

Sin embargo, lo ideal para mí sería vivir mi propia vida, con mi familia cerca pero de forma independiente. No he renunciado a tener un piso adaptado, incluso compartido con amigos. No tengo queja de la residencia, pero no es lo ideal. Me habría gustado encontrar a alguien de mi edad que cuidara de mí. Me he enamorado varias veces, pero no he sido correspondida. Tengo un amigo muy especial, Juanma. Él sufre esclerosis múltiple y nos ayudamos mutuamente. Pero es solo un amigo. 

Transcripción: Eva Melús.