Conde del asalto

Bienvenidos a la maldición de Casa Collado, por Miqui Otero

Carles Armengol ha escrito uno de los libros memorialísticos barceloneses más bonitos y divertidos

collado

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Miqui Otero

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Hoy os voy a invitar a que vayáis a comer y a beber a un bar que ya no existe. Pero alguien tendrá que hablarnos de él.

Quién lo va a explicar mejor que quien aprendió a sumar devolviendo el cambio, que lió canelones antes que cigarrillos de la risa, que celebraba el descanso de los domingos en martes.

Su primera gran amiga, la primera persona con la que habló abiertamente de sexo, era una prostituta llamada Loli, a la que jamás vio sin gafas de sol y de la que aprendió a manejarse con dignidad incluso en los momentos más difíciles. Los dibujos animados de la merienda los veía con un sintecho: «Menudas tetas», decía de Bulma. De él, siempre tan atildado, aprendió el secreto de la elegancia y la certeza de la muerte, cuando murió acuchillado por otro sin hogar. No nos desviemos: estábamos hablando de alguien que hacía los deberes en la barra mientras servía vinate o anís a personajes como El Marinero (gorra con ancla y camisa animal print) o el Pepe (con su bastón ornado con mil llaveros, el primer vegetariano de la ciudad, cuyo número consistía en ilustrar las virtudes de las acelgas mostrando sus carnes prietas y desnudas ante todo el bar).

Un mundo a través de un detalle

Es imposible que alguien lo explique mejor. Que alguien sepa mostrarnos un mundo a través de un detalle. Asómemonos a uno de sus cumpleaños infantiles: cuando fue a trocear la tarta, adivinó un cuerpo extraño y cilíndrico. Y luego otro. Y otro más. Eran colillas de cigarro. La nata era nieve sucia, mezclada con la ceniza. Encima de esta obra de arte involuntaria, de este chiste negro del pastelero del barrio, un mensaje con letras de chocolate: «Per molts anys, Carles» .

Menos mal que ha salido su nombre. Les presento a Carles Armengol. Nacido en 1981, creció en una casa de comidas fundada por sus bisabuelos en 1928. Es posible que cuando le anunciaron a sus padres que era niño, contestaran «oído barra» y «oído cocina». El bar era su vida y su vida era el bar, una forma idiota de decir que trabajaban allí entre 10 y 14 horas, antes de irse a casa con la ropa estampada de amebas de aceite (coqueta colonia de fritanga). 

Un bar que ya no existe

El restaurante del que os hablo estaba en la frontera entre Les Corts y l’Hospitalet y quizás por eso Armengol no solo escribe, sino que lo hace tan bien. Es un animal de frontera, al que sus padres llevaban en una Vespa oxidada color butano a un cole de pago, pero que, cruzando la calle, se encontraba con un bosque de bloques de hormigón

Yo a Armengol me lo he encontrado en conciertos, incluso pinchó en una de mis fiestas. Siempre vestía con una elegancia colorista pero severa. Lo que no sabía es que ese vestir bien en circunstancias peliagudas no lo había sacado tanto de un fanzine mod o de una portada de los sesenta (que también) como de los dandis locos de su bar. Si Montalbán fue luego gurmet es porque su manjar infantil eran las aceitunas negras y lo más exótico que probó hasta la veintena fueron los calamares a la romana. Solo me interesa esa elegancia que nace del deseo que cuaja en lo humilde.

Armengol ha escrito, de veras, uno de los libros memorialísticos barceloneses más bonitos y divertidos que he leído jamás. El libro se titula 'Collado. La maldición de una casa de comidas'. El bar lo traspasaron a una familia china en 2012. 

Por eso quiero que vayáis a comer y a beber a un bar que ya no existe.