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20 años del 11M: pasar página

El Estado de derecho se impuso a los distintos ejercicios de manipulación de la población española

Estado en el que quedaron dos de los trenes que explosionaron los terroristas islámicos en Madrid, el 11 de marzo de 2004.

Estado en el que quedaron dos de los trenes que explosionaron los terroristas islámicos en Madrid, el 11 de marzo de 2004.

Al cumplirse el 20º aniversario de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, con un balance de 192 muertos y cerca de dos mil heridos, se impone una doble constatación: España sufrió el mayor atentado de su historia y la respuesta ante esta macrotragedia fue un ejemplo de resiliencia del Estado de derecho. Esta es la principal lección, más allá del triste espectáculo que dieron aquellos días los partidos políticos como les recordó en su momento Pilar Manjón desde la tribuna del Congreso de los Diputados y de las teorías y contrateorías de la conspiración que alentaron algunos medios periodísticos y que otros pretenden resucitar ahora para justificar la realidad actual. Los hechos probados, en un juicio en tiempo y forma que se celebró entre el 15 de febrero y el 2 de julio de 2007, confirmaron que los atentados del 11M fueron ejecutados por diez miembros de una célula yihadista, siete de los cuales se inmolaron en un piso de Leganés –acción en la que resultó muerto un GEO–, con la cooperación necesaria de un minero español. El tribunal, presidido por Javier Gómez Bermúdez, así lo constató en la sentencia y desechó «especulaciones, elucubraciones o hipótesis» que «no han sido explícitamente planteadas y de las que no se aporta el más mínimo indicio».

No es el momento, dos décadas después, de seguir especulando, sino más bien de sacar explicaciones no sesgadas de lo que ocurrió. En primer lugar, en el plano político, la sociedad española censuró la estrategia de comunicación seguida por el Gobierno del PP que alentó durante horas la tesis de la supuesta autoría de ETA para evitar que se asociaran los atentados con la participación española en la ocupación de Irak. En la escena internacional, se reprodujo la misma estrategia: el Ministerio de Exteriores remitió a media tarde del 11M un telegrama a las embajadas y consulados en la que se requería a nuestros diplomáticos para que confirmaran la autoría de ETA y ayudaran a «disipar cualquier tipo de duda». Si censurable fue integrar el cálculo electoral en la política comunicativa tras los atentados, representó una deslealtad y una temeridad añadidas engañar a los socios occidentales: la pista etarra circunscribía los atentados a España, pero la yihadista obligaba a activar las alertas en la UE y EEUU. Este requiebro es una mácula en la trayectoria del PP como partido de Estado de la misma manera que el PSOE atesora otras.

En el plano social, la ciudadanía española no se dejó llevar en su respuesta a los atentados del 11M por la deriva antiislamista y supo diferenciar entre la mayoría de sus conciudadanos de confesión musulmana y los núcleos fundamentalistas que predican un islam radicalizado. La realidad confirma este diagnóstico: son los propios musulmanes, desde al Magreb hasta Indonesia, las primeras víctimas del terrorismo y el integrismo que se practica en su nombre. Y, por último, tampoco el periodismo todavía no ha sacado las conclusiones del momento complicado que vivió: el juicio del 11M desacreditó la llamada teoría de la conspiración, pero lo ocurrido aquellos días sigue alimentando la dinámica del “y tú más” en términos informativos en lugar de establecer una divisoria entre el periodismo y la propaganda, sea del sesgo ideológico que sea. Lamentablemente, en este caso, en estos años han proliferado los emisores y reemisores en los márgenes del espacio comunicativo que reinciden una y otra vez en la práctica de la más malintencionada desinformación. Y la divisoria no es ideológica sino profesional.