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Agitadores y defraudados en las primarias de EEUU

Campaña para pedir a los participantes en la primarias demócratas de Nuevo Hampshire que escriban el nombre de Joe Biden en las papeletas.

Campaña para pedir a los participantes en la primarias demócratas de Nuevo Hampshire que escriban el nombre de Joe Biden en las papeletas. / AL DRAGO / BLOOMBERG

Albert Garrido

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El inicio de la campaña de las primarias en Estados Unidos activa de nuevo los análisis sobre las causas del estado de decepción en importantes sectores de una sociedad irremediablemente dividida, que asiste a un proceso electoral en el que, salvo sorpresa monumental, la dirección del país se dirimirá en noviembre entre Joe Biden y Donald Trump. Dos adversarios que encarnan dos formas irreconciliables de entender el país, su papel en el mundo y su relación con los aliados. Los caucus de Iowa y las primarias de Nueva Hampshire han dejado la suerte echada: la elección de 2024 reproducirá, corregida y aumentada, la rivalidad sin tregua entre un agitador de extrema derecha y un liberal desgastado por el poder, por la edad y por una probada incapacidad para asumir que una parte no menor de su base electoral se siente defraudada.

Bill Clinton hizo famoso en 1992 el eslogan Es la economía, estúpido para explicar en muy pocas palabras las razones del descontento de muchos de sus conciudadanos, bastantes de los cuales le votaron en noviembre de aquel año y lo llevaron a la Casa Blanca. Pinelopi Koujianou Goldberg, una reputada profesora de la Universidad de Yale, ha publicado un artículo titulado ¿Por qué están insatisfechos los americanos a pesar de una economía fuerte? cuyo propósito no es otro que demostrar que no es solo el estado de la economía la causa de esa insatisfacción transversal, sino que hay otras razones que la explican. A partir de varias hipótesis, llega a la conclusión de que no solo la desigualdad, sino las incertidumbres propias de un mundo velozmente cambiante -la competencia profesional en el mercado mundial, la inteligencia artificial, los conflictos geopolíticos, el cambio climático- han dado pie a conclusiones del estilo “las élites políticas y económicas nos han olvidado y se ocupan más de Palestina, en Oriente Próximo, que de East Palestine, Ohio”. Una forma de resumir en una frase el sentir de tantos estadounidenses que se sienten desasistidos.

Ese clima social es terreno abonado para que un personaje como Donald Trump congregue a multitudes que, además de razones objetivas, unen a su descontento la sensación de que Estados Unidos ha dejado de ser el país en el que creían poder vivir sin que experimentará grandes mutaciones. Uno de esos cambio profundos lo encarnó Barack Obama al ganar la presidencia; otro cambio radical lo es la competencia de China y la perdida de la edad dorada -años noventa- durante la cual Estados Unidos fue una hiperpotencia sin adversarios; un cambio traumática fue la vulnerabilidad descubierta con la crisis financiera de 2007-2008; causa de toda clase de tensiones lo es el nuevo ciclo migratorio en la frontera con México. Nada ha sucedido como el universo conservador esperaba que transcurriera; entre el Yes we can de Obama y el Make America Great Again de Trump se ha consolidado una división tajante en una sociedad más diversa, menos marcada por la herencia anglosajona de los pioneros y visiblemente modificada por otras improntas culturales.

La escritora canadiense Naomi Klein, siempre brillante, declaraba en El País del último domingo: “La única forma de contrarrestar la cultura de la conspiración es reconocer que la gente tiene buenas razones para sospechar y estar enojada. Necesitan un chivo expiatorio, y eso es peligroso”. Para los seguidores de Trump, siempre movilizados, la culpa de la mutación incontrolada de Estados Unidos remite a los últimos presidentes demócratas, a los que tachan de cómplices de un proceso de desnaturalización del país; para quienes votaron a Biden en 2020, no hay concertación posible con lo que Trump representa. Pero mientras en el lado republicano no hay espacio para la duda y la agitación es constante, en el lado demócrata lo hay para los defraudados, son visibles los descontentos con el rumbo fijado por Biden, no necesariamente por razones económicas, sino decepcionados en términos morales -la retirada de Afganistán, el apoyo a Israel sin cortapisas-, quizá en términos culturales -las restricciones a la acogida de migrantes-, hasta llegar a la conclusión de que el presidente renunció a respetar algunos de los compromisos que se suponía contrajo cuando sucedió a Trump.

El desarrollo de las primarias son una foto fija de esos dos estados de ánimo. Es improbable que se dé una mínima transferencia de voto o de intercambio de preferencias entre los dos cuerpos electorales. No hay duda de que el grueso de los votantes de Donald Trump en 2020 volverá a apoyarle y acudirán en tropel a las urnas; es más discutible que Joe Biden sea capaz de retener a la sociedad movilizada para evitar que el republicano siguiera otros cuatro años en la Casa Blanca. Es una gran incógnita descifrar cuántos seguidores de Biden pueden optar por quedarse en casa el 5 de noviembre, poseídos por el desánimo, y cuántos votantes de Trump pueden sentirse tentados a hacer lo propio, republicanos clásicos que añoran las formas del viejo partido de la ley y el orden.

Un avezado consejero electoral que durante varias campañas asesoró a candidatos demócratas sostiene que la mayor ventaja que tiene el presidente es la movilización de electores que irán a votar contra Trump. Es posible, es incluso imaginable que el candidato republicano haya diseñado la carrera de ahora a noviembre como un movimiento plebiscitario de su persona, sus comportamientos, su populismo grandilocuente y desenfrenado. Y con ese planteamiento, presumiblemente muy del gusto del personaje, corre un gran riesgo porque su agresividad tabernaria, la misma que incitó a una multitud a asaltar el Congreso, puede ser el resorte último que lleve a Biden a la victoria al poner en marcha justamente a los electores contra Trump, sin mayores consideraciones ni pretensiones, movidos solo por el convencimiento de que una victoria republicana puede equivaler, entre otras cosas, a una derrota de la cultura democrática y a desfigurar a la gran potencia. No andarán muy desencaminados quienes piensen así el 5 de noviembre.