Falta de proyecto

La Barcelona bienqueda de Collboni

Collboni ha convertido su acción de gobierno en una memorable confusión en la que lo único que queda claro es que no quiere molestar a ningún lobi

El alcalde Jaume Collboni en un pleno del Ayuntamiento de Barcelona

El alcalde Jaume Collboni en un pleno del Ayuntamiento de Barcelona / Ayuntamiento de Barcelona

Ernest Folch

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¿Qué Barcelona quiere el alcalde Jaume Collboni? Seis meses después de tomar posesión, hete aquí uno de los grandes misterios de la política catalana. 180 días de ambigüedades, decisiones a medias, objetivos aplazados, filtraciones con posteriores reculadas, muy pocos hechos y, eso sí, muchas ganas de quedar bien con todo el mundo. El alcalde que fue tan audaz para llegar al poder ha convertido su acción de gobierno en una memorable confusión que amenaza con degenerar en una seria parálisis. Lo único que sabemos con certeza del nuevo alcalde es que quiere quedar bien con todo el mundo, especialmente con los lobis que tan beligerantes fueron con el anterior ayuntamiento y tan dóciles se les ve ahora. La geometría variable de Collboni, que gobierna con unos famélicos 10 concejales, se ha convertido en un juego incierto en el que pretende hacer ver que puede pactar a izquierda y derecha: eso sí, empieza a vérsele una tendencia cada vez más descarada a abrazar el reaccionarismo que lleva años soñando con retroceder todo lo que Barcelona había avanzado en la movilidad sostenible. Mira que sabemos pocas cosas, pero ya nos hemos enterado de que no habrá más 'superilles' ni más calles peatonales como la espléndida Consell de Cent: hasta se han gastado 12.0000 euros para un estudio fantasmagórico sobre el carril bici de la Via Augusta construido con fondos europeos solo para poder tener una excusa por si hace falta desmontarlo, un bochorno que pondría la ciudad a la altura de Elche o Valladolid, donde se han quitado carriles bici por la indigna presión de Vox. Al mismo tiempo, Collboni se presenta como el alcalde del orden, pero es incapaz de multar a los miles de motos que infringen a la torera las normativas más básicas de aparcamiento, confirmando que para él las dos ruedas solo son buenas si son motorizadas. Con el tranvía, ni fu ni fa, no se atreve ni a anunciar que lo para ni a desviarlo por la calle de Provença, una barbaridad que estuvo unas semanas encima de la mesa, y lo más probable es que, simplemente, se posponga. Y es que esta resulta ser la receta infalible para estos ya seis meses de gobierno: paralizar, pausar, aplazar, o lo que es lo mismo, no hacer nada para evitar ofender a nadie.

La revolución ecológica de Barcelona molestó a no pocos poderosos, pero encandiló a muchos barceloneses que descubrieron una nueva forma de vivir por fin diferente y saludable, y fascinó a no pocas instituciones internacionales, desde la ONU hasta grandes alcaldes pasando por el CEO del Mobile: a pesar del brutal ruido mediático, la ciudad encontró una nueva bandera con la que presentarse orgullosa al mundo. Collboni, con su obsesión por desmarcarse de Colau, parece preferir parar aquella idea solo porque no quiere asumir su coste y corre el riesgo de enviar a la ciudad a una tierra de nadie, mediocre, sin personalidad, sin ambición, eso sí, en la que nadie se enfada. Durante la campaña electoral, el candidato del PSC se inventó un funambulismo con el que demonizaba de golpe a la alcaldesa a la cual había estado apoyando durante años, intentando hacer ver un imposible según el cual era oposición y gobierno al mismo tiempo. Ahora estamos descubriendo que aquel caos conceptual le pudo ser útil para alzarse con el poder, pero denotaba en realidad una alarmante falta de proyecto. En su disyuntiva imposible entre la izquierda y la derecha, cuesta saber de qué lado caerá la bola en el particular 'match point' de Collboni. Lo que es seguro es que, entre tantas vacilaciones mal calculadas, Barcelona corre el riesgo de perder todo lo que había ganado.

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