Le Fumoir

Maderas viejas

El Royal Bombay Yacht Club.

El Royal Bombay Yacht Club. / Shutterstock

Javier Puga Llopis

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Todo fin es decadencia, por eso termino 2023 en el Club de Yates de Bombay, un lugar decadente -y elegante, por ende- como pocos. Un sitio perfecto para cerrar el año con un gintonic en un bar de maderas tan viejas como nobles, colonizadas sus paredes por banderines y metopas y gigantescos trofeos preservados en urnas que parecen querer guardar el tiempo y las esencias. Conmemoran a victoriosos veleros en épicas batallas de mar contra clubes de otros puertos no tan ultracentenarios como este.

El "Yacht Club" es un búnker que busca escapar del tempus fugit, un refugio contra los ataques aéreos de lo nuevo, y sin embargo aquí estamos, celebrando el fin del año y haciendo votos rituales porque el que viene sea mejor que el que se ha ido. En esa liturgia se cuela un optimismo ontológico y de supervivencia que nos permite creer, en doce campanadas, que moldearemos el destino los próximos doce meses, cuando en realidad esa creencia no es más que una manta voluntariosa pero muy corta, que apenas nos cubre los pies frente a los vendavales en los que la Historia se envuelve a menudo.

En ciudades como Bombay, atarazana del tiempo, en lugares como este, uno, siempre nostálgico de lo no vivido, querría haberlo hecho en los años 20 ó 30 del XX, y así poder contarles y cantarles en primera persona como era aquella belle époque. Aquellos, dorados, de alma desbocada y prisa por vivir, estuvieron emparedados entre dos guerras mundiales. Nuestros veinte discurren en cambio entre guerras más chicas pero igual de mezquinas, contiendas de daño igualmente irreparable, sin por ello encerrar la literatura que aquéllas sí que tuvieron. La guerra mata el presente, pero envejece bien como episodio histórico, ya que el tiempo decanta lo malo y sólo deja héroes y laurel, libros y películas, pero la guerra, puta vieja que creíamos vestigio, tiene la mala costumbre de reaparecer como inexorable anomalía, rejuvenecida y lozana, cuando menos se la espera, en lugares insospechados, o en otros donde ya están hartos de verla hacer la esquina.

Las actuales son, ambas, guerras de liberación y ocupación, o viceversa, de soberanía cercenada, residuos de ayer, luchas sin cuartel que deberían invitar a la poesía nacional y que no traen más que dolor y poetas muertos bajo cañones demasiado modernos para la lírica o la esperanza. Estos veinte tienen, pues, lo peor de los dos mundos: modernidad sin progreso; guerras sin épica -este año hará dos siglos que murió Byron-; jóvenes sin ansias románticas de futuro ni ganas de morir en Missolonghi. Cualquier tiempo pasado fue mejor, aunque sólo lo fuera -oh tempora!-, porque entonces había un cierto sentido de la trascendencia.

Pero el tiempo que nos ha tocado vivir es este, un siglo tonto e impar, vulgar y sin sustancia. En días como hoy, de resaca y reflexión, cabe preguntarse qué se recordará de este tiempo nuestro cuando haya muerto, cuál es el rasgo característico de este cuarto de siglo, de qué color tiene los ojos nuestra época. ¿Los coches a pilas, la Inteligencia Artificial que piensa por ti, el trabajo desde casa, la frágil y precaria Generación Z, la definición de la persona por su sexualidad, la identidad por el trauma, el supraindividualismo, la victoria incierta frente al cambio climático, el reconocimiento facial, el fin de la democracia?

Quizá sea imposible saberlo hasta que no hayan pasado al menos cincuenta años, cuando recordemos con algo de perspectiva estos años veinte como aquellos en los que vivimos estúpidamente sin saberlo. Mientras llegamos ahí, emproados al precipicio sin gloria, a la muerte de la imaginación de la que hablaba Sylvia Plath, cambiemos de rumbo y eduquemos al tiempo por venir. Del mismo modo que no se puede pedir a una persona que sea completamente madura a los 24, tampoco con el siglo se puede ser demasiado exigente, pero sí esperar de él -de nosotros- que supere cuanto antes esta fase postadolescente, y nos guíe, ya como adulto, hacia una era de la que poder sentirnos mínimamente orgullosos cuando miremos atrás y tengamos la solera de las maderas viejas del Royal Bombay Yacht Club.