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La barbarie se adueña de la guerra de Gaza

Edificios destruidos en la Franja de Gaza

Edificios destruidos en la Franja de Gaza / Mohammed Talatene/dpa

Albert Garrido

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Los cuatro grandes actores políticos internacionales que tienen algo que decir y hacer para que se detenga la matanza en el conflicto palestino-israelí han despertado de golpe del sueño del olvido, convertido en pesadilla. El 7 de octubre se vieron forzados a caer en la cuenta de que algo de una naturaleza del todo diferente a anteriores crisis había echado a andar en la Franja de Gaza. Después de aquella jornada aciaga por el golpe de mano terrorista de Hamás empezaron las invocaciones al derecho de Israel a defenderse; al cabo de unos días aparecieron las primeras dudas sobre el comportamiento de Israel al aplicar el manual de instrucciones de la estrategia de tierra quemada, y hoy todo son certidumbres relativas a la violación por ambos bandos del derecho internacional humanitario.

Un exasesor del Tribunal Penal Internacional recuerda en el diario Le Monde que Hamás e Israel son entes jurídicos a los que se debe aplicar el derecho internacional si se dispone de pruebas suficientes de que lo han violado. Es un recordatorio oportuno, pero es francamente improbable que los responsables de la carnicería comparezcan un día ante un juez. Si Estados Unidos ha vetado en las Naciones Unidas un proyecto de resolución del Consejo de Seguridad que condena “la violencia contra los civiles” en Gaza porque no se cita en ella el derecho de Israel a defenderse, y además se presentó cuando Joe Biden se entrevistaba con Benyamin Netanyahu, ¿cuál es el rumbo que toma la guerra? Puede que sirva de vara de medir el desparpajo de la embajadora estadounidense en la ONU, Linda Thomas-Greenfield, que el miércoles se refirió al proyecto de resolución como una interferencia de la diplomacia sobre el terreno.

La verdad es que tal diplomacia no existió, sino más bien un gesto de confirmación sin matices ni condiciones del apoyo de Estados Unidos a Israel, a su Gobierno, a la estrategia de aniquilación que el primer ministro comparte con todas las versiones posibles de la extrema derecha, definida como protonazi por Shlomo ben Ami, alarmado por el sesgo de Netanyahu y compañía. Ni siquiera la autorización de que 20 camiones en suelo egipcio con ayuda humanitaria puedan entrar en Gaza por el paso de Rafá puede considerarse fruto de la diplomacia; se trata apenas de un gesto condescendiente que en nada mejorará las carencias de toda índole que soportan los palestinos de la Franja. El único propósito es que las televisiones y las redes sociales difundan la entrada en Gaza del convoy, convertida la ceremonia en un gesto de magnanimidad que, calibrada la magnitud de la tragedia, se antoja una mascarada.

La barbarie se adueña así de la crisis y el bombardeo el martes de un hospital de Gaza en circunstancias por esclarecer no ha hecho más que certificar esa penosa realidad. Los hechos se alejan más que nunca del deseo expresado un día en Barcelona por Jean Daniel de que un gesto civilizatorio encauce la resolución de la disputa palestino-israelí. Se asienta en cambio en las conciencias la seguridad expresada por el intelectual israelí Ari Shavit de que el triunfo del Estado de Israel en la tierra prometida mute en una sanguinaria tragedia sin salida posible. Porque si efectivamente el desarrollo de los acontecimientos para la comunidad palestina es una tragedia desde 1948 -la Nakba-, lo es también para los israelís que anteponen la decencia de los procedimientos a cualesquiera otros ideales. Basta escuchar un minuto al escritor David Grossman para llegar a esa conclusión.

La existencia de Hamás y la gestión del conflicto por Netanyahu garantizan la continuidad del choque histórico y aun son capaces de agravarlo, como sucede ahora. Son dos adversarios que se necesitan mutuamente y que, además, comparten un objetivo común: debilitar y marginar a la Autoridad Nacional Palestina, de por sí desprestigiada y minada por la venalidad. Fue el primer ministro de Israel uno de los que más se afanó en dar alas a Hamás para dividir al Gobierno palestino, a su incipiente Administración; es Hamás una organización que ha asumido como propia la creencia de que cuanto peor, mejor. Como ha escrito Andreu Claret, resulta evidente que por cada militante de Hamás que caiga en la devastación de Gaza, aparecerán diez gazatís dispuestos a sustituirle porque siguen ahí, tozudamente, toda y cada una de las razones que hicieron posible la aparición del grupo, su victoria en las elecciones de 2006 y su gobierno en la Franja.

Nada de todo eso parece haber preocupado lo suficiente a las cuatro potencias en situación de evitar lo peor. Washington, Moscú, Pekín y Bruselas, con diferentes grados de compromiso e implicación en cada crisis, han recurrido a las declaraciones retóricas cuantas veces ha sido necesario, pero se han quedado ahí, explica Alain Frachon en Le Monde a partir de la decepción que le han transmitido ciudadanos israelís y palestinos. No ha tenido seguidores el gesto de Barack Obama en las postrimerías de su presidencia de ordenar la abstención en una votación del Consejo de Seguridad de una resolución que condena la multiplicación de asentamientos israelís en Cisjordania. Han proliferado, por el contrario, las maniobras orquestales sin mayor mérito, monótonas variaciones de una música que nunca han logrado que la situación no empeorara.

Así se ha llegado a la indecencia de no distinguir entre víctimas y verdugos, en esa siembra de la confusión y la simplificación que lo mismo vale para que una parte de la opinión pública siga a quienes desde el púlpito se niegan a condenar las barbaridades de Hamás como para que otra dé por bueno el mensaje de que Israel tiene derecho a defenderse sea cual sea el coste en vidas y bienes. Hay en esa burda esquematización de la realidad algo de execrable e inmoral, que, al mismo tiempo, es reflejo del impacto emocional de una crisis destinada a empeorar si sigue la inercia perniciosa que impide poner a salvo a las víctimas y neutralizar a los victimarios, estos últimos dispuestos a arrasar una tierra, Gaza, en la que el 65% de la población vive bajo el umbral de la pobreza.