Parece una tontería

Hegemonías blandas

Pasan los años y aguanta, mientras a su lado todos, por mucho esplendor que los asista, han ido cambiando, muriendo, trasladándose, renaciendo

Clientela tradicional Mucho más que mercerías Con la ayuda del mercado  Casi un museo Costura desestresante Escuchar y asesorar Tres generaciones_MEDIA_5

Clientela tradicional Mucho más que mercerías Con la ayuda del mercado Casi un museo Costura desestresante Escuchar y asesorar Tres generaciones_MEDIA_5

Juan Tallón

Juan Tallón

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Las grandes hegemonías conducen al aburrimiento. En ellas, el triunfo se vuelve algo que ya se sabía. Pero cuando la regencia se ejerce desde la escasez, la hegemonía deviene en agradable sorpresa. Cada día paso por delante de una diminuta mercería que hay a treinta metros de casa, entre un local que se alquila y una entidad bancaria de color rojo. Rara vez veo dos clientes dentro. Siempre son uno o ninguno. Me interesa su dueña, sentada tras el mostrador, hierática, mirando fijamente a la puerta, a punto de decir todo el tiempo, por si a alguien se le ocurre entrar, «qué milagro». Es un negocio modesto, de color marrón, que a duras penas hace frente a los azules, amarillos, verdes, rojos o naranjas de los locales vecinos. Ni siquiera tiene nombre. El toldo solo reza 'Mercería'. Pero pasan los años y aguanta, mientras a su lado todos, por mucho esplendor que los asista, han ido cambiando, muriendo, trasladándose, renaciendo. En su modesta naturaleza, la mercería es la reina. 

Algunas hegemonías no se ven venir, como si consistiesen en una simple manía. A veces también pasa dentro de casa. Hace cinco años, no sé quién le regaló a mi hija la muñeca probablemente más fea del mundo. Tenía corona, zapatos trasparentes, pelo azul y blanco. El esplendor duró unas horas, cuando el cabello empezó a caérsele y a encresparse; contamos y tenía cuatro dedos en los pies, el grandilocuente vestido se manchó de tarta de chocolate y, lo peor de todo, padecía bocio. Por algún disparate de diseño, el cuello le abultaba tanto como la cabeza. La aborrecí desde el primer minuto. Para mi desesperación, pasaban los años y nunca desaparecía. Por supuesto, sugerí deshacernos varias veces de ella. En una de esas, lo hice por la vía de los hechos consumados, pero mi hija abrió el cubo amarillo en el último minuto, y tuve que contarle la mentira del siglo para explicar qué hacía la muñeca en la basura. Es su juguete más viejo y penoso, pero está hecho de la misma pasta que la mercería, supongo, y me enterrará.