Esperando un domingo de lluvia
Vindicación de la melancolía en una época de cambios acelerados
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Deseos para el domingo: que llueva a mansalva sobre el mundo y ver a mi madre. El domingo de las madres.
Ya están escritas las dos primeras líneas de la columna, de 2.500 caracteres con espacios, que hoy despega en un «vuelo sin motor»; o sea, el artículo sin tema, uno de esos textos temerarios que uno empieza a teclear sin saber muy bien adónde le llevan. El parapente resulta un deporte de riesgo si no eres la sobrina nieta de César Ruano. La tele, puesta en sordina, eleva hacia el techo los cánticos y aleluyas que inundan la abadía de Westminster en la coronación de Carlos III. Una pila de periódicos duerme sobre una silla. Hojeándolos con hache, por un momento me asalta la tentación de sacarle punta a los ‘tresmileuristas’ del alcaldable Trias, que no llegan a fin de mes. Pero no. Resultan más sugerentes los zahoríes que andan buscando vetas subterráneas de agua en los campos sedientos. Como quien rastrea la corriente escondida de las palabras, pero sin varita de avellano.
Hay días en que el lodazal de la política, de la realidad más tangible, te repele. Lo contaba muy bien la semana pasada, en su columna dominical en 'El País', Manuel Vicent, quien lleva más de 50 años en el yunque del columnismo. Decía: «El escritor puede disparar el dardo [del artículo] contra la ignominia que le rodea o apuntar alto para que alcance solo cierto grado de belleza cruzando el espacio incontaminado». Qué difícil. Pelear o soñar, la eterna cuestión.
REPETICIONES
Otro titular apetecible: la OMS pone fin oficial a la emergencia mundial por el covid. Sigo repasando periódicos, atrasados y crujientes del día, y al menos en cinco ocasiones, en artículos dispares, nada que ver entre sí, asoma la palabra «melancolía» entrelazada en el texto. O bien, su prima hermana, la «nostalgia». Parece un indicio.
La escuela griega de Hipócrates creía que la melancolía era una sustancia fría y pegajosa, una bilis negra que podía conducir a la locura si no se equilibraba bien con los demás humores del cuerpo. Los médicos del Renacimiento trataban de curarla con sanguijuelas e infusiones de eléboro, una hierba purgante. Se trata de una emoción que arrastra mala fama y que medra en épocas como esta, de crisis, cambios acelerados e incertidumbres varias. Aunque, bien mirado, la melancolía puede constituir un refugio, un bastión último, como sugiere la historiadora del arte Anna Adell: «Los melancólicos, de algún modo, son desertores de la vida acelerada a la que impulsa el neoliberalismo». Así se echa encima el final del artículo, aguardando la lluvia.
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