El prestigio de los jueces
Al final lo que queremos es que un juez decida por sí mismo, sin influencia de nadie, determinando correctamente los hechos y aplicando acertadamente el Derecho
Jordi Nieva-Fenoll
Catedrático de Derecho Procesal de la Universitat de Barcelona.
Algunos jueces intervienen en las redes sociales exhibiendo ideología, realizando comentarios en un tono coloquial, irónico, sarcástico o hasta irrespetuoso. También los vemos en los medios de comunicación hablando de su trabajo, y hasta protagonizando noticias de la prensa rosa o de la crónica de sucesos. En las últimas décadas ha habido incluso jueces encarcelados.
También se han visto tránsitos de la función judicial a la abogacía, o también a cargos políticos. Agotado el cargo –o la vocación de abogado–, vuelven a la judicatura pese a haber quedado ya marcados con una vinculación profesional o ideología determinada y, por tanto, con su independencia comprometida, aunque también hay casos de jueces que ostentan cargos públicos designados por un partido influyente, pasando después a otro partido de ideología incluso contraria con sorprendente habilidad. De hecho, hasta se inscriben una buena parte de ellos en asociaciones que la prensa califica sin pestañear de “progresistas” o “conservadoras”.
También aceptan algunos la impartición de conferencias en los más diversos foros, algunos ideológicamente muy sesgados y otros muy identificados en el ámbito económico y empresarial, siendo en ocasiones bastante bien pagados y generosamente agasajados. El problema es que no pocas veces, las empresas que organizan esos eventos tienen casos pendientes en los tribunales en los que sirven esos magistrados. En esos eventos, además, se conoce a muchas personas, se hacen amigos, se compadrea y hasta se pueden crear círculos de influencias que actúan como pequeñas sociedades secretas.
La enorme mayoría de todo lo anterior es minoritario -aunque muy llamativo- y no tiene grandes inconvenientes legales. Cuestión diferente es, primero, si esas leyes desarrollan correctamente el concepto de independencia judicial que establece el artículo 117 de la Constitución, y que supone que los jueces estarán al margen de cualquier influencia que les provoque afecto, odio o miedo. El concepto es muy próximo –o idéntico, si se estudia con la debida profundidad– al de imparcialidad. Al final lo que queremos es que un juez decida por sí mismo, sin influencia de nadie, determinando correctamente los hechos y aplicando acertadamente el Derecho, respetando los derechos fundamentales.
Todo lo referido no menoscaba siempre la independencia. Al contrario, alguna de esas actividades –participación en redes o medios– puede ser hasta benéfica en términos de divulgación del saber jurídico. Sin embargo, es peligroso que alguna de esas actividades sea, como he dicho, “llamativa”, o al menos cuestionable. Si a un mago se le descubren sus trucos, no puede seguir actuando porque ya nadie acude a verlo.
Y es que aunque cueste creerlo, la figura del juez tiene algo de mágico, si me permiten –sobre todo los jueces– la comparación. Nadie recuerda ya que en su origen un juez fue un miembro de la comunidad que traía a los humanos la “justicia”, que emanaba de la divinidad. Es posible que lo que digo sucediera por primera vez hace unos 7.000 años en alguna de las culturas que luego nos han sido más influyentes. En aquel tiempo, los humanos de la época creían, no solo que los jueces podían adivinar quién mentía y quién decía la verdad en un proceso, sino que además decidiría justamente con ese refrendo divino, tantas veces síntesis de la opinión de la propia comunidad al respecto del caso. Aquello no tenía nada de científico. Todo era retórica, tradición e intuición.
Probablemente no sean conscientes de que en esto no hemos cambiado tanto. A la Justicia le falta muchísimo método científico todavía, lo que está suponiendo un problema gravísimo para impulsar en su ámbito la inteligencia artificial, por cierto. Esas creencias en la capacidad adivinatoria y justiciera del juez siguen existiendo en gran medida, y son, sin duda, las que -aún- sustentan el respeto social por los jueces. Si esos juzgadores no actúan en sociedad con cierta prudencia, la gente percibe que son vulgares seres humanos, víctimas de todo tipo de vicios y defectos.
Al menos mientras la ciencia siga luchando trabajosamente por abrirse camino en el mundo de la Justicia –ya sería hora–, sería positivo ser prudentes y no decepcionar al respetable. El oficio está en juego.
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