Las indigencias y oscuridades de cada época
Sobre el espionaje con Pegasus, la moda del todo gratis y otras amanitas muscarias
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Sábado, 23 de abril, Sant Jordi. Espléndido el pregón de Imma Monsó en el Saló de Cent del Ayuntamiento: «Quiero una literatura mestiza, insubordinada, sin etiquetas […]. Una literatura incómoda. Que, como lectora,[…] me inquiete cuando busco ayuda, que me arañe cuando busco compañía». Las cuatro estaciones del año han cabido en un solo día. A eso de las dos de la tarde empieza a caer un granizo bizarro, llego tarde a un almuerzo y no asoma un solo taxi piadoso (el problema de Barcelona con los taxis es patafísico). A pesar de todo, vibra en el aire mojado la alegría de recuperar la fiesta, los cuerpos, el rito, las sonrisas sin mascarilla. Algunas de las mejores frases de la jornada las pronuncian dos vascos: Fernando Aramburu («no sabéis llover») y un Bernardo Atxaga que aguanta estoico el trajín («como nos decía un cura en la escuela, ‘la vida del hombre sobre la tierra es milicia’»).
Miércoles, 27. Amanezco sin pan; ni en el congelador. Desayuno en una de esas panaderías ‘fake’ que se extienden cual amanitas muscarias por la epidermis de la ciudad. En la mesa de al lado, un hombre habla por el móvil: «Mira, tengo un embargo de 26.000 euros, y prefiero hacerlo con vosotros. No se trata de ser un mercenario, sino pura supervivencia, porque lo necesito». Cuando se levanta de la silla, reparo en que viste el uniforme de una empresa de seguridad. Ahí se esconde la semilla de un relato inquietante.
Viernes, 29. El escritor Guillermo Saccomanno abrió ayer la Feria del Libro de Buenos Aires con un discurso salpimentado con varias cargas de dinamita, entre ellas el hecho de haber sugerido a la organización el cobro de honorarios por la disertación inaugural. Aunque finalmente los percibió, hubo quienes se opusieron bajo el argumento de que pronunciar el pregón suponía un «prestigio» para el autor. «Me imaginé en el supermercado —rebatió el argentino— tratando de convencer al chino de que iba a pagarle la compra con prestigio». Como en otra invasión fúngica, se va despojando a la cultura de su plusvalía. Es una forma de domesticarla.
Lunes, 2 de mayo. El escándalo por el espionaje a líderes independentistas con el ‘software’ Pegasus sube enteros con la revelación de que también han sido peinados los móviles del presidente del Gobierno y de la ministra de Defensa, Margarita Robles. Un buen giro de guion, de una serie de Netflix. Por la tarde, como si estuviera jugando al CNI, cazo un fragmento de conversación entre jubilados en una terraza:
—Pues yo no quiero morirme.
—¿Y por qué, si naciste para eso?
La charla filosófica no tiene precio, pero el dueño del bar, que hace tortillas de patatas y fríe torreznos aunque sea chino, les cobra las cervezas. Por casualidad, me entero después de que la escritora Imma Monsó no ha cobrado un euro por el pregón de Sant Jordi; nada, ni un céntimo.
Lunes, 9. Me sorprendo a mí misma cambiando de canal: no quiero ver el desfile en la Plaza Roja de Moscú que conmemora el triunfo sobre la Alemania nazi, una victoria que la URSS sufragó con un precio altísimo: 27 millones de muertos. No quiero verlo porque lastima ahora esa exhibición impúdica de músculo militar. Apago la tele: tampoco quiero tragarme el blanqueo del Batallón de Azov ni otras liofilizaciones por el estilo. Leo en la cama ‘La vida pequeña’ (Anagrama), donde J. Á González Sainz dice que no volvemos la vista atrás, como deberíamos hacer, y que cada época se sobrepone a su propia indigencia con una «ola arrasadora de estupidez y maldad que deja cada vez chiquita a cualquier otra destrucción anterior». El edredón ya sobra.
Martes, 10. Guillotinada la cabeza de Paz Esteban, jefa del CNI, para dar carpetazo al cisco Pegasus, sin que se sepa quién espió a quién ni qué pinta Marruecos en todo esto. Algo pasa en las alcantarillas. Acudo a la librería La Central, de la calle Mallorca, a la presentación del libro de Julia Soria, ‘Campos azules’ (Alba), una hermosa novela de iniciación en una aldea soriana y un homenaje a las generaciones de mujeres que dejamos atrás, madres y abuelas, labriegas, pobres, analfabetas y sin una queja. ¿Fue feliz la abuela?, se interroga la protagonista. «Pregunta estúpida donde las haya porque ella no debía ni tan siquiera saber qué quería decir eso».
Jueves, 12. Respecto de la felicidad, tampoco sabemos mirar atrás. Nuestra época —sigo con ‘La vida pequeña’—, ha manifestado su indigencia «a través de la más vistosa opulencia». La pujanza de la técnica disimula nuestra inmensa fragilidad. Pegasus, metaverso, algoritmo, ‘shit’.
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