Artículo de José Luis Pérez Triviño

Abusos sobre menores: después de la Iglesia, el deporte

Los dos ámbitos comparten algunas características criminógenas: jerarquía y opacidad

Simone Biles, en el momento que declaró como víctima de los abusos.

Simone Biles, en el momento que declaró como víctima de los abusos. / SAUL LOEB / POOL

José Luis Pérez Triviño

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No se debería tomar el caso del entrenador del equipo femenino del Rayo Vallecano, Carlos Santiso, como un caso aislado. El abominable contenido del tuit con el que pretendía insuflar espíritu de equipo a través de una referencia directa a promover una violación colectiva de una mujer es un ejemplo de los diferentes modos a través de los que se puede ejercer violencia sobre los deportistas. El conocido documental 'Athlete A' sacaba a la luz pública otra modalidad de violencia en el deporte, más agravada todavía: los abusos sexuales del entrenador de la selección olímpica estadounidense de gimnasia femenina. Ciento cincuenta y seis mujeres jóvenes fueron víctimas de abusos por el mismo hombre. Entre estas víctimas estaba la famosa gimnasta estadounidense, Simone Biles.

Este patrón de conducta no se aleja mucho del que han ejercido miembros de la Iglesia católica sobre jóvenes y que ha provocado que, tarde pero finalmente, el Gobierno se involucre directamente encargando al Defensor del Pueblo una investigación sobre esos casos que, durante demasiado tiempo, han permanecido ocultos. La cuestión es: ¿por qué no hacer lo mismo en el deporte? Razones no faltan. Al famoso caso que afectó al medallista olímpico, Antonio Peñalver, que fue abusado por su entrenador, hay que añadir recientemente las gimnastas -con edades comprendidas entre los 6 y los 14 años en el momento de los hechos- del Club Gymnàstic de Betxí (Castellón), también acosadas por su entrenador y a quien la Audiencia de Castellón ha condenado a 15 años y medio de prisión al acreditar tal delito. Pero la gravedad de los daños sobre los deportistas, y sobre todo, su extensión y transversalidad han quedado patentes en un reciente estudio financiado por la Unión Europea, que señalaba que la violencia interpersonal o abuso dentro del deporte afectaba al 75% de los encuestados menores de 18 años. Es decir, que el problema no es ocasional. No es que de vez en cuando se produzcan episodios de esta naturaleza atribuibles a individuos con algún tipo de psicopatología, sino que la violencia, en sus distintos grados y modalidades, sobre los menores deportistas podría llegar a ser considerada sistemática y estructural

Ciertamente, estos datos pueden parecer sorprendentes pues es común pensar que el ecosistema deportivo está diseñado para generar valores morales entre sus practicantes. Y es sobre esta presuposición que los padres llevamos a nuestros hijos a los clubes para que no solo mejoren su condición física, sino que bajo la tutela de los distintos responsables (directivos y entrenadores, principalmente) desarrollen esa actividad en un ambiente sano éticamente. En la mayoría de los casos es así. Pero no se debería ocultar que tanto la estructura de la organización eclesiástica como la deportiva presentan rasgos análogos que favorecen dos rasgos criminógenos. En primer lugar, son dos instituciones manifiestamente jerárquicas, donde ciertos individuos ejercen una autoridad casi omnímoda. Así, por ejemplo, las mujeres que denunciaron al médico declararon que después de haber abusado de ellas, fueron intimidadas en virtud de la autoridad que ejercía en el seno de la federación. Nassar tenía un patrón de actuación tanto en la selección de las víctimas -gimnastas jóvenes- como respecto de la forma en que las maltrataba. Al proyectar un sentido de normalidad desde su posición de autoridad, el médico hacía pensar a sus víctimas que se equivocaban al caracterizar su comportamiento como abuso, y que no había motivos para quejarse. Esta situación de asimetría de poder es característica del mundo deportivo, donde los deportistas están en clara situación de subordinación respecto de entrenadores, médicos y directivos.

En segundo lugar, y probablemente más grave, son organizaciones opacas, en las que las circunstancias para que emerja una cultura del silencio que enmascara las irregularidades son manifiestas. La competitividad exagerada conduce en ocasiones a que se produzca un salto de la lealtad a la 'omertá', como ha sido el caso de Carlos Santiso. A otro nivel, son también frecuentes los casos en los que los directivos adoptan actitudes refractarias a la transparencia. De hecho, en el caso Nassar, no solo fue este el acusado, sino también los directivos de la federación que ocultaron los abusos y dificultaron las investigaciones. Si quienes tienen que cuidar de la integridad de los deportistas se ponen del lado del abusador es materialmente imposible que la víctima -y más si es un menor- tenga incentivos para denunciar, pues la respuesta probable sea la represalia y el ostracismo.

Si bien es cierto que recientemente se están adoptando medidas para luchar contra esta lacra, no parece que sean suficientes. En otros países se han creado observatorios dedicados a cuidar de la integridad en el deporte, encargándose a expertos independientes los análisis e investigaciones de las diferentes amenazas que se ciernen sobre el deporte (amaños, dopaje, violencia, abusos), así como también se han adoptado medidas concretas para convertir esos entornos tóxicos en entornos donde reine verdaderamente una cultura ética. Un enfoque sistemático de la integridad en el deporte es más que necesario. No basta que cada instancia haga la guerra por su cuenta. Se requiere una reflexión seria y pausada que involucre a los agentes privados (clubes, federaciones y ligas) y a los poderes públicos (administraciones locales, autonómicas, CSD). Hay mucho en juego.

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