Artículo de Miqui Otero

'Motomami': pues a mí me ha gustado

Lo normal, ante un disco como el de Rosalía, sería que alguien a quien le disgusta dijera: “No es muy mi rollo” o “Me pilla viejo”. Sin embargo, nos convertimos en críticos musicales de revista peñazo

Rosalía, en Madrid, este jueves

Rosalía, en Madrid, este jueves / José Luis Roca

Miqui Otero

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El problema no es que hablemos demasiado. Ni siquiera que lo hagamos sin tener nada que decir. El problema es que pensamos que alguien nos escucha.

Fíjense en el típico programa televisivo en el que el reportero entrevista a ciudadanos anónimos. La mera presencia de una cámara trastoca todo: la gente se estira cual suricata, se dibujan en sus caras gestos cómicos, se arrancan a hablar como si estuvieran ofreciendo un discurso institucional: “Decir que sería muy importante para salir de este brete…”.

Llevamos años pensando que esa cámara, o ese oyente o lector, está ahí. Y es algo que ha influido en nuestra forma de reaccionar, incluso de emocionarnos. Lo normal, ante un disco como el de Rosalía, sería que alguien a quien le disgusta dijera: “No es muy mi rollo” o “Me pilla viejo”. Sin embargo, nos convertimos en críticos musicales de revista peñazo. De todos los comentarios sobre este álbum, que ha contado con los nombres más reputados del mundo en las tareas de producción, el que más gracia me ha hecho ha sido: “La producción no da la talla”.

Me recuerda a algo que me contó Johnny Rotten, de los Sex Pistols, cuando lo entrevisté: cómo le fastidiaba que la gente analizara los partidos de fútbol como con un monóculo de palco de ópera. No es difícil, en cualquier bodega de Barcelona, oír menos tacos viendo un Barça-Madrid que verbos como “bascular”, sintagmas como “abrir el campo”, palabras como cruceta o esférico. Si me preguntan, todo se fue al garete cuando un camarero me sirvió un quinto doble malta mientras soltaba que el problema era el doble pivote.

El crítico debe ser preciso, coherente y abstracto. Y, ejem, muy crítico. Como en el chiste de 'Las ilusiones perdidas', en el que dos críticos van en una balsa y cuando ven a Jesucristo caminar sobre las aguas, uno le dice al otro: “Mira, no sabe ni nadar”. Pero se supone que el público puede ser explosivo en la manifestación de sus emociones y desde luego debería ser contradictorio en sus gustos.

Tiremos solo de ejemplos de hace más de medio siglo. De Rosalía se ha podido criticar “te quiero ride como a mi bike”, pero no está lejos de “mi amor es tan grande como un Cadillac” de Buddy Holly. Se puede alarmar uno con su loa a la pistola de su pareja, pero Chuck Berry ya cantaba que quería juguetear con su dingaling (y por dingaling no se refería a un libro de Roland Barthes). Nos puede parecer poco práctica la longitud de sus uñas, o la altura de sus plataformas, aunque lo mismo decían del pelo hippy o las botas glam. O que le cante a la soledad de la fama, como hacía Lavoe. O toda la campaña de promoción, cuando hasta los escritores decimonónicos franceses pedían que sus novelas se anunciaran con zeppelines. O chorra rimar “teriyaki” con “maki”, pero nos parece genial un temazo como 'Louie Louie'. La clave es que no tenemos por qué entenderlo. 'Louie Louie', de estribillo casi iletrado, sufrió censuras en EE UU hace sesenta años, porque si la letra no decía nada es que algo debía de decir. Y ese algo que se intuía con miedo desde el mundo adulto, esa escritura en un idioma distinto (el adolescente), es de lo que hablaba Nik Cohn cuando tituló su libro, un clásico de la escritura musical que ahora reedita La Felguera, 'Awopbopaloobop Alopbamboom'. Una frase, emoción y feromona puras, que para unos no significaba nada, y para otros, sus hijos, todo. Por cierto, 'Motomami', con sus rimas pop y esa carta preciosa al sobrino y esa cosa sin raíces, como de talentosísima diosa de algoritmo, “a mí mha gustao”.

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