Polémica municipal

Ada Colau y la financiación pública del activismo político

Más allá de la conveniencia de que dimita o no, en la querella contra la alcaldesa hay cuestiones de fondo muy alejadas de la pulcritud democrática

La alcaldesa Ada Colau.

La alcaldesa Ada Colau. / Joan Cortadellas

Astrid Barrio

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El juzgado de instrucción número 21 de Barcelona ha admitido a trámite la querella presentada por la Asociación para la Transparencia y la Calidad Democrática contra Ada Colau que, a principios de marzo, deberá comparecer ante el juez en calidad de investigada. A la alcaldesa se le imputan los delitos de prevaricación, fraude en la contratación, malversación, tráfico de influencias y negociaciones prohibidas a funcionario por la concesión de ayudas públicas a entidades como el Observatorio DESC, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o la Alianza Contra la Pobreza Energética, entes todos ellos vinculados a la propia Colau o a miembros del equipo municipal de los comunes por medio de lazos personales o profesionales.

Ante esta circunstancia, la atención mediática se ha focalizado en torno al debate sobre si la alcaldesa debe dimitir o no, habida cuenta de que el código ético de los Comuns es claro y diáfano al respecto y contempla un “compromiso de renuncia o cese inmediato de todos los cargos, ante la imputación por parte de la judicatura de delitos relacionados con la corrupción, prevaricación con ánimo de lucro, tráfico de influencias, enriquecimiento injusto con recursos públicos o privados, soborno, malversación y apropiación de fondos públicos ya sea por interés propio o para favorecer a terceras personas”. Colau, sin embargo, ha optado por una interpretación laxa y ha descartado dimitir argumentando que ni ha actuado por interés propio ni la decisión la tomó en solitario y, considerando que la querella tiene intencionalidad política, ha deslegitimado a los denunciantes y se ha presentado como una víctima más de los intereses de las élites. Más allá de que el argumentario de la alcaldesa es propio de un populismo de manual, lo relevante del caso no sería la existencia de un doble rasero cuando se trata asumir responsabilidades, sino la idiotez de muchos nuevos partidos de imponerse unos códigos éticos tan rígidos que pueden suponer una flagrante vulneración de la presunción de inocencia y que los dejan a los pies de los caballos.

Pero más allá del asunto de la dimisión hay una cuestión de fondo que ha merecido menos atención. Se trata de la financiación pública de entidades que, convenientemente disfrazadas de tercer sector, acaban siendo fuente de activismo político y de protesta en contra de las administraciones que las financian. En Catalunya no se puede discutir el papel fundamental del tercer sector. Desde el punto de vista económico y según datos de la Generalitat, existen más de 7.500 entidades que generan más de 100.000 puestos de trabajo, que movilizan a más de 250.000 voluntarios y que generan un volumen económico de 5.500 millones de euros, lo que supone el 2,8% del PIB. Y desde el punto de vista social, prestando servicios a más de un millón de personas, llegan muchas veces allí donde las administraciones no son capaces de llegar y más en situaciones de emergencia como la actual. El tercer sector demuestra el vigor, el compromiso cívico y la solidaridad de la sociedad civil, y dada la función social y económica que cumple, y teniendo en cuenta que en muchas ocasiones acaba supliendo al Estado, queda justificada su financiación pública.

Sin embargo, en el caso de Colau existe una difusa frontera entre algunas de estas entidades y lo que conocemos como movimientos sociales, un tipo de actor político de los sistemas que, a diferencia de partidos políticos y de grupos de presión, suelen tener un comportamiento protestatario y de impugnación del sistema. Naturalmente, estas son actitudes del todo legítimas y saludables en una democracia pluralista, pero lo que resulta insólito es que se financien desde la administración y sean, por tanto, promovidas con dinero público. Además, se da la circunstancia de que las entidades bajo sospecha no solo fueron el espacio de activismo de la alcaldesa sino uno de los instrumentos que contribuyeron a la construcción de la formación con la que dio el salto a la política convencional y a las instituciones. Y esto se puede interpretar como un subterfugio para escapar a las rigideces que rodean la financiación de los partidos y también como competencia desleal. Todo ello muy alejado de la pulcritud democrática.

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