Contra la autoexplotación

El camelo de la cultura del esfuerzo

Nuestra generación fue educada en la promesa de que esforzarse tenia recompensa. Ejércitos de ‘workalcoholics’ han sufrido en carne propia el enredo

Imagen de recurso de un ordenador.

Imagen de recurso de un ordenador. / EL PERIÓDICO

Juli Capella

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Siempre he ido repitiendo, como un papagayo, a mis hijas y amigos, la importancia del esfuerzo. La cultura del esfuerzo. Pero ya no me sale. La experiencia me dice que puede que sí, puede que no. Todos tenemos ejemplos cercanos que desmontan la teoría. Aquel compañero de la escuela que tanto se esforzaba ha acabado amargado en un banco. Aquel otro colega de profesión, tan vago, disfruta sin embargo de un exitoso despacho sin dar golpe.

El tiempo invertido en esforzarse tampoco garantiza nada: trabajar más horas durante tu vida no significa conseguir mejores cargos ni más dinero. Cuántos profesionales mejores y más esforzados que uno mismo no han tenido tanta suerte. Me abruman. Y cuántos mucho más perezosos están viviendo de rechupete con gloria y riqueza. Me constan.

Leo los impagables ‘Diarios’ (Pepitas Ed.), de Iñaki Uriarte, y al principio me ofende su hacer gala de cierta despreocupación por el deber de trabajar. Pero poco a poco me seduce y produce cierta envidia que viva sin mala conciencia por ello. Dice: “Ni ‘espíritu de sacrificio’, ni ‘afán de superación’, ni ‘aspiración a la excelencia’. Ningún respeto o simpatía por estas cosas… No tengo nada en contra de la pereza, sino todo lo contrario”. Esgrime una frase de Rafael Sánchez Ferlosio inquietante: “¡Cómo os habéis equivocado siempre! Era al afán, al trabajo, al quebranto, a la fatiga; no al sosiego, ni a la holganza, ni al goce, ni a la hartura, a quienes teníais que haberles preguntado: '¿Para que servís?'". Y recuerda el comentario de un empresario americano al retirarse a los 40 años: “No creo que en la hora de su muerte nadie se haya lamentado de no haber pasado más horas en la oficina”.

Como mecanismo de expectativa, la cantinela del esfuerzo es muy seductora. La sociedad biempensante nos la inculca con insistencia. Sospechoso. Al final se constata que la autoexplotación a la que te has sometido no garantiza nada. Y que a menudo ese sobreesfuerzo produce dos cosas: el propio hartazgo y beneficiar a otro, que sí sabe rentabilizar tu esfuerzo. Por eso te ha envalentonado con vehemencia a ello, va, esfuérzate. Y por eso se entiende que gente escarmentada ya no lo intente. El ascensor social está estropeado, si es que algún día funcionó.

¿Hay pues que vaguear? No, claro, vivir del momio sería poco solidario con los demás que pencan. Todo el mundo debería aportar algo, según sus capacidades. Pero no hacerlo tampoco sería un delito. Sin embargo, trabajar mucho a veces sí lo es. Algunos individuos muy esforzados acaban precisamente forzando las cosas más allá de lo legal, ya no digamos lo ético. Grandes desastres financieros, chanchullos contables, estafas masivas, robos encubiertos, han sido provocados por yuppies muy trabajadores y esforzados, a menudo formados en prestigiosas escuelas internacionales de negocios. 

El esfuerzo continuado produce ansia. Por tanto, insatisfacción. Si le sumas la competitividad, se entra en una espiral donde nunca se encuentra el estadio final, una carrera frenética a ninguna parte. El empeño en la innovación permanente, venga o no a cuento, es absurdo como ya nos alertó sagazmente Xavier Rubert de Ventós. Nuestra generación fue educada en la promesa de que el esfuerzo tenia recompensa. En los años 90 se fueron creando ejércitos de ‘workalcoholics’ que han sufrido en carne propia el enredo. Y que paradójicamente, ahora descubren que su jubilación está en entredicho.

En todo caso el esfuerzo debería ser una decisión personal y voluntaria. Aplicado puntualmente en aquello que nos apetezca. El esfuerzo debe ser entendido como un placer, como aquella carrera que te cuesta, pero cuya meta te satisface. O como la noche en vela persiguiendo un proyecto exigente, que finalmente te confortará al ver la luz. O no. El camino ya habrá valido la pena. Habrá sido una decisión instintiva y no forzada. Ni por alguien ajeno ni por tu ego. Nada en la naturaleza se empeña más de lo imprescindible. Todo discurre según la ley del mínimo esfuerzo, esfuerzo sí, pero el mínimo para estar en equilibrio. Tal vez en un futuro no muy lejano, haya una sociedad donde nadie tenga que esforzarse por nada para vivir en paz. Y sin mala conciencia por ello.

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