EL LIBRO DE LA SEMANA

Crítica del 'Diario' de Iñaki Uriarte: el arte de anotar la espuma de los días

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Domingo Ródenas de Moya

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En la primavera de 2010, un debutante Iñaki Uriarte de 63 años publicó un pequeño volumen de Diarios (1999-2003)con una nota biográfica que era más bien de geolocalización: nacido en Nueva York en 1946, de San Sebastián y residente en Bilbao. Como no acreditaba más currículo que ese (aparte del ejercicio del periodismo literario en la prensa vasca al que se refería en el libro), Uriarte irrumpía en la escritura autobiográfica transgrediendo una de las presunciones del mismo: el interés previo de la vida o la obra del autor. Esa pretendida falta de legitimidad era burlada en la primera página mediante una voz inaudita por su llaneza, su inmediatez cálida, su ironía cultural y un escepticismo permeable a los sentimientos. Aquellos Diarios Ese menú de cata, servido con un estilo de laboriosa sencillez tributario tanto de Montaigne como de Josep Pla, resultó, en su desparpajo antirretórico, cautivador y así se reflejó en el entusiasmo de los lectores (y críticos).

Urgido quizá por el éxito, en 2011 reunió en un segundo volumen sus notas desde 2004 a 2007 y repitió el éxito. En solo un año Uriarte había logrado crear una comunidad de adictos a su prosa transparente y alérgica a la solemnidad, cómplices de su hedonismo descreído, del desenfado con que observa y juzga las miserias y las gestas propias y ajenas, del vitalismo robusto al que se mezclan unas gotas de pesimismo y hasta misantropía, de la incesante gimnasia del ingenio siempre vigilado de cerca por una humildad severa que no consiente desparrames exhibicionistas.

Culto, 'bon vivant', reacio a las prisas

Por las notas se paseaban, con la sinuosidad de su gato Borges, sus autores de cabecera, citados una y otra vez: el mismo Borges, omnipresente, Nietzsche, Proust, Pascal, los moralistas franceses, los diaristas Samuel Pepys o Kierkegaard, los memorialistas Girolamo Cardano, Benvenuto Cellini y Montaigne, por encima de todos. Entrando y saliendo, en alegre ensalada de lecturas y alusiones (a veces ácidas), van sus coetáneos Savater, Atxaga o Vila-Matas mezclados con Cioran o Jünger o con Chéjov y Kafka. El segundo volumen consolida el personaje construido por Uriarte: culto, bon vivant, reacio a las prisas y la vida atropellada, más epicúreo que escéptico, tan amigo de la soledad y el recreo inteligente como enemigo del trabajo (su proeza: haber logrado no trabajar nunca).

Hasta 2015 no apareció el tercer volumen, mucho más delgado porque abarcaba menos años (de 2008 a 2010), pero también porque, como admite Uriarte al comienzo: «ahora escribo menos páginas en estos archivos porque tengo galería». La expectativa creada resultó intimidante: «Es absurdo el miedo que le he tomado a escribir», anota en diciembre de 2010, cuando el triunfo ya lo ha visibilizado en la plaza pública. Ese mismo efecto astringente ha operado desde entonces, porque las notas hasta 2019 no llegan a las 50 páginas, reunidas en el Epílogo a esta oportuna edición conjunta de los Diarios. Con ella queda sellado un proyecto que se inició, tras un grave bache de salud, como unas últimas palabras apretadas de sabiduría, humor y —valga la paradoja— sofisticada autenticidad sobre la espuma de los días que pasan.