Análisis

Varados en los tribunales

El Tribunal Superior de Justícia de Catalunya tenía poco margen para hacer algo diferente de lo que ha hecho

Mireia Boya, Lluís Corominas, Lluís Guinó, Anna Simó y Ramona Barrufet, a las puertas del TSJC, el pasado julio.

Mireia Boya, Lluís Corominas, Lluís Guinó, Anna Simó y Ramona Barrufet, a las puertas del TSJC, el pasado julio. / periodico

Jordi Nieva-Fenoll

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“Como si hubiera mil barrotes, y detrás de los barrotes no hubiera mundo.” Así describía Rilke el entorno de una pantera enjaulada en uno de sus más conocidos poemas. Entre la tensión acumulada por las restricciones sanitarias y el hastío por otra resolución judicial, una más, de condena a políticos independentistas por otra de las derivadas del caso del ‘procés’, la reacción ante esta nueva –y esperable– resolución es similar a la sensación de estar en un callejón sin salida. Se pasea sin cesar hacia ninguna parte en busca de un camino que nadie parece saber o querer encontrar.

Pero como digo, la resolución era claramente esperable. Los condenados habían intentado defenderse, en el fondo, haciendo bueno el viejo aserto del siglo XVIII del jurista inglés Blackstone, según el cual el Parlamento, omnipotente, podía hacer todo aquello que no fuera imposible por naturaleza, siendo la más alta autoridad sobre la Tierra. De esa forma, los acusados que eran miembros de la Mesa del Parlament defendieron que dicha Mesa no se podía pronunciar sobre el contenido de fondo de las iniciativas parlamentarias, limitándose a verificar poco más que sus requisitos formales y pasarlas, sin trabas, a la consideración del pleno.

Sin embargo, pocos años más tarde de que Blackstone escribiera esas palabras, en EEUU decidió su Tribunal Supremo que el Parlamento, al contrario de lo que había dicho el jurista inglés, no podía ir en contra de lo que decía la Constitución. Lo dijo en el ‘caso Marbury vs. Madison’, con motivo, por cierto, de una escaramuza similar a la que estamos viviendo estos días a cuento de los nombramientos judiciales y el Consejo General del Poder Judicial. Sea como fuere, esa sentencia creó el control de constitucionalidad de las leyes por parte del poder judicial, en aquella ocasión del Tribunal Supremo en EEUU, y más tarde del Tribunal Constitucional en varios estados, entre ellos España. 

Además, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en mayo del pasado año y concernido directamente con lo sucedido en el Parlament, dictaminó que una cosa era la libertad de expresión y de reunión, pero otra muy diferente era aprobar leyes inconstitucionales, desobedeciendo frontalmente la voluntad expresamente declarada del Tribunal Constitucional, que es el intérprete supremo de la Constitución. 

En consecuencia, era evidente que los ahora condenados conocían la voluntad del Tribunal Constitucional, pero siguiendo la orientación de una resolución aprobada por el pleno del Parlament en el 2015, consideraban que el Tribunal Constitucional estaba “falto de legitimidad y de competencia tras la sentencia de junio del 2010 sobre el Estatut”. De hecho, creo que todos recordamos que aquellos días del 2016 y sobre todo del 2017, se habló mucho de desobediencia e incluso de la obligación política de oponerla por parte del independentismo. El Tribunal Superior de Justicia, con estos antecedentes, tenía poco margen para hacer algo diferente de lo que ha hecho. En realidad, esta es la única sentencia que en el peor de los casos hubieran debido recibir, por idéntico motivo, los condenados por el Tribunal Supremo, y no una exagerada y extravagante condena por sedición, tan estrafalaria, en el fondo, como aquella acusación por “rebelión” que a estas alturas vuelve a sonar un poco –menos mal– a ciencia ficción.

Tras todo lo anterior, cabe quedarse con la reflexión de siempre. ¿El derecho penal debe servir para impedir que un Parlamento vote leyes inconstitucionales? ¿La única forma de persuadir políticamente a los representantes del pueblo es la amenaza de un castigo? Nuevamente, este es un caso que jamás hubiera debido llegar a los tribunales. Los diputados, cierto es, no debieron empecinarse en aprobar resoluciones y leyes inconstitucionales, porque si lo que pretendían era celebrar una consulta, había otras alternativas con garantías de verosimilitud del resultado sin incurrir en ilegalidad. Pero no hacía falta instrumentalizar el Parlamento como se hizo.

A su vez, alguien en Moncloa y en otros lugares debió haber sentido menos pavor patriotero y reaccionar con más serenidad y frialdad ante lo que en el fondo no eran más que normas inconstitucionales –como si fuera la primera vez–, propiciando su lógica anulación pero dando una salida política al contencioso. Al contrario, se permitió torpemente que policía, fiscales y jueces tomaran el protagonismo, con el resultado de todos conocido.

Y así seguimos: en el pantanal. Y ahora, además, con una pandemia encima.

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