La gestión de la crisis sanitaria

Salvar al hombre matando al hombre

Somos tan buena gente que esta vez solo vamos a pensar en el colectivo. En nombre del todo vamos a sacrificar las partes

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Josep Martí Blanch

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Abaratar el significado de las palabras es un edulcorante eficaz para engullir los tragos más amargos. Necesitábamos que la pandemia fuera una guerra, convertir en héroes a los profesionales que cumplen con sus obligaciones, entronizar a cada ciudadano encarcelado en su casa convirtiéndolo en un redentor de la humanidad entera y sumar al cuadro unos cuantos 'Churchills' de baratillo que nos recordasen cada día que no nos rendiremos jamás y que lucharemos en los mares, océanos, campos, calles y colinas.

A cañonazos llenamos la habitación de confeti verbal, los artistas empezaron a versionar canciones para alegrar nuestras trincheras con conexión wifi salimos a aplaudir en los balcones a los soldados imaginarios que luchan en el frente. Tenemos ya la guerra que no pensábamos vivir, empezamos a decirnos, mientras brindábamos a distancia con una copa de vino mirando a la cámara del ordenador.

Protocolos administrativos

Y entre tanta cursilería bélica, propia de los niños mimados por la historia que somos la mayoría de los ciudadanos y gobernantes de hoy, se hicieron reales las cosas serias. Y dimos el visto bueno sin rechistar a protocolos administrativos de industrialización de la muerte en los hospitales y residencias y convertimos a los cadáveres en mercancía de una cadena logística que dejó de admitir las interferencias de familiares y amigos.

Somos tan buena gente que esta vez solo vamos a pensar en el colectivo. En nombre del todo vamos a sacrificar las partes. Como si fuera posible salvar al hombre matando al hombre. Y eso es lo que estamos haciendo. Aceptando que por orden administrativa no puedes visitar a un padre enfermo de cáncer que vive fuera de tu zona sanitaria, dando por hecho que a partir de ahora ni besos, ni abrazos y a vivir tal como dicten los profilácticos decretos de la autoridad competente.

Se oyen los gritos de egoísta e insolidario desde esta parte del teclado. Dejen que les diga una cosa. La paradoja que encierra el asunto es que esta manera de atajar la pandemia es en realidad el triunfo del individualismo más extremo. La absoluta sacralización del individuo, dispuesto a negarse a si mismo con tal de seguir respirando. Siempre que cuente con la coartada, imprescindible en estos tiempos de relato, de que lo hace en realidad por los demás. El héroe era el santo consolando al leproso. Nosotros ni siquiera hemos podido visitar y enterrar con honores al familiar más cercano. La guerra era enviar a los jóvenes a las picadoras de carne del frente, no abandonar a su propia suerte a los ancianos.

Las bolas de cristal a las que se asoman los adivinos permiten profundizar en ese individualismo escondido bajo las profecías de las innumerables mejoras y aprendizajes que vamos a sacar del confinamiento. Teletrabajo, teleaprendizaje, telecompañía, teleodio; reducirlo todo a experiencias que podrán ejercitarse a salvo del espacio público y compartido con otros. Hay tarotistas aún más atrevidos, antropólogos, por ejemplo, que han acabado aborreciendo a su objeto de estudio, al hombre, y que ahora consideran que puede hacerse realidad la utopía de encerrarlo en una habitación para que deje de molestar con sus extrañas costumbres que lo echan todo a perder. En esa visión, enferma de antropofobia, está el individualismo más radical, el que niega en el fondo a los otros porque todo le resulta molesto y sobrante, menos él mismo y sus teorías. Lo dicho, salvar al hombre, pero renegando de él y soñándolo de otro modo, como un no-hombre, que es lo que en realidad se ha escondido siempre detrás de la máscara ideológica del hombre nuevo.

Desafiar al miedo

Por ello resultan tan reconfortantes los jóvenes que en estos días de desconfinamiento se resisten a dejar de ser lo que son y siguen buscándose, encontrándose y abrazándose. Les tachamos de egoístas cuando son todo lo contrario. Son los que van a salvarnos, recordándonos cada día que vivir no es solo respirar y que al miedo se le vence, ¿cómo si no?, desafiándolo.

¿Salvar vidas o salvar la economía? El debate de estos días reducido a dos variables que en realidad no dicen, por sí solas, nada en absoluto. Como si todo cupiera en una exhortación de bandolero: “la bolsa o la vida”. Ni la bolsa y la vida son nada si no salvamos al hombre. Ese hombre del que Primo Levi decía que tiene grabada en todas sus fibras la convicción que la vida tiene una finalidad y que ahí es donde reside la sustancia humana. Una finalidad imposible sin acompañar al enfermo, decir adiós a los muertos y celebrar la vida festejando la piel y compañía de los vivos.

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