Un recuerdo

Retrato parcial de Claudio

Barcelona entrega la medalla de oro al mérito cultural a título póstumo al fallecido editor

retrato

retrato / LEONARD BEARD

Ángeles González-Sinde

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Hay algo de la presencia física, de la temperatura de nuestra carne, el tacto de nuestra piel y el color de nuestros ojos (tan azules los de <strong>Claudio)</strong> que invade completamente lo que somos. Cuando esa carnalidad de la biología ya no existe, queda nada más y nada menos que la dimensión espiritual, y nos damos cuenta demasiado tarde de que solo la conocíamos parcialmente. Es como si, hasta nuestra muerte, nuestra corporeidad fuera quien llevara la voz cantante, empañando cómo somos percibidos. Tras la muerte, el resto de nosotros, eso que estaba semioculto y que debe parecerse al alma, inmaterial, invisible y tal vez incomunicable, se puede expandir al fin plenamente en la memoria de los demás, sin filtros ni mediaciones.

Yo quería al Claudio físico y así se lo decía: te quiero por tu cuerpo. Un cuerpo que me resultaba, como él, sólido, y sin embargo encerraba delicadeza, delicadeza que él tapaba escapando por la puerta de atrás. Si bien el Ayuntamiento de Barcelona concede este martes a Claudio la Medalla de Oro de la Ciudad por su trayectoria profesional, soy de la creencia de que lo que somos en el trabajo es indistinguible de lo que somos en lo personal. Del mismo modo que cuerpo y alma se confunden mientras estamos vivos, así sucede con nuestro oficio: las manos que pulsaban el teclado, los pies que recorrían las escaleras de la editorial, los ojos que detectaban las erratas en el papel, los hombros que cargaban la mochila con los manuscritos... ¿no eran también Claudio? Y siguiendo ese razonamiento, ¿no eran los criterios según los cuales elegía lecturas y textos a publicar, mucho más que preferencias estéticas o comerciales? ¿No eran también principios morales? ¿No le definían?

El Ayuntamiento de Barcelona concede este martes la medalla de oro al mérito cultural al fallecido editor Claudio López Lamadrid

Publicando autores de toda Hispanoamérica y de todas las generaciones nos estaba diciendo que para él todas las variantes del español, todas las sociedades en las que se habla nuestra lengua, poseen la misma altura y deben de interesarnos por igual. Nos indicaba que lo bueno del mundo es que es grande, viejo y joven a la vez, que no hay una forma de vida mejor que otra y que la lengua sirve para ampliar identidades, no para reducirlas ni para alejarlas, pues lo mejor de las personas está en nuestra capacidad para el cambio inesperado y el mestizaje.

<strong>Claudio era una persona social,</strong> incluso a su pesar. Creía en los rituales y creía en eso antiguo y necesario llamado urbanidad, aunque por su naturaleza impaciente se saltara sus propias normas a conveniencia. Las citas entorno al libro eran ocasiones para descubrir lecturas y encontrarse con los escritores que admiraba, por lo que respetaba escrupulosamente el calendario, anteponiendo a su impaciencia el compromiso con las historias ficcionadas o reales y quienes la conciben. Era un puente por el que fluían verbos, adjetivos, nombres, conjunciones y adverbios que no eran suyos, pero cuyo tráfico favorecía y regulaba, un puente flexible y dinámico entre los que escriben y los que leen. Que la expresión ajena fuera la materia prima que manejaba, le permitía ser hermético y elusivo sin que se notara, y este hermetismo, imagino, le hacía necesitar más la lectura: vertía en ella la fragilidad propia y la ajena.

Nunca fue mi editor, pero deduzco que uno de sus atractivos era que sabía escuchar en un silencio denso y profundo que me parecía cargado de misterio. Callaba mucho de lo que sabía, no presumía más que de las pequeñeces y a esos silencios se contraponía su furia rápida. No tenía miedo alguno a las broncas en Twitter y se indignaba si las jaurías se metían con uno de sus autores o en las listas de los mejores del año no aparecían sus títulos. Esto me llamaba la atención pues, en su entorno íntimo, le incomodaba el conflicto. Era una de sus contradicciones, como cierta irreverencia suya que convivía con un sentido cívico que le hacía sufrir con la política o pagar a gusto sus impuestos, pues se sentía afortunado más allá de lo que merecía. No obstante, <strong>su concepto de la responsabilidad tenía límites y la burocracia le ahogaba,</strong> por lo que prefería arrinconar todo sobre oficial sin abrirlo siquiera.

Inconstante y a la vez leal, temperamental y contenido, podía ser duro y a la vez cedía fácilmente. Acumulaba metros y metros de libros, pero no tenía apego a ninguno. Tenía un vestidor inmenso y se ponía siempre lo mismo. Y es que le gustaban más que nada las posibilidades. Resentía no tener opciones. Y puestos a elegir, prefería quedarse en casa, fuera en Comillas, en Madrid o en Barcelona, leyendo. Siempre leyendo.

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