El conflicto catalán

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Las palabras pueden tener un efecto tóxico como el que ha producido la distopía de la independencia en una generación que se ha socializado con el 'procés'

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Rafael Jorba

Rafael Jorba

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Intentaré responder a una pregunta que se hacen muchas personas: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? La respuesta será aburrida: no quiero añadir leña al fuego. No pediré la dimisión de nadie; menos aún su procesamiento. Los periodistas no somos políticos ni jueces ni fiscales. Nuestra misión, como dijera Albert Camus, no es escribir a favor de los que hacen la historia, sino de los que la sufren; no es hacer que pasen cosas, sino intentar explicar las cosas que pasan.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La primera parte de la respuesta la hemos escrito de forma reiterada: Mariano Rajoy optó por la inacción política frente al ‘procés’ y trasfirió su gestión a la justicia. Con anterioridad, el PP había promovido un recurso ante el Tribunal Constitucional contra el Estatut del 2006. El anticatalanismo da votos; lo sabe también Ciudadanos. La sentencia (28/6/2010) planteó un choque de legitimidades: por primera vez una ley orgánica española, refrendada por una parte del cuerpo electoral –en este caso, el de Catalunya–, era enmendada.

Construcción de un relato

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? La segunda parte de la respuesta –la que afecta a la Generalitat– se ha dado desde la equidistancia: hemos dicho que el presidente Rajoy actuó como si solo existiese la ley y que el ‘president’ Puigdemont lo hizo como si la ley no existiese. Esta respuesta es parcial. El soberanismo no solo optó por la vía unilateral y abdicó de la tradición mayoritaria del catalanismo –la defensa del autogobierno y de otra idea de España–, sino que hizo algo más: construyó un relato –el ‘procés’– frente al no-relato del Gobierno de Rajoy.

En mi artículo 'Un relato que violenta', del pasado 4 de octubre,  hacía una reflexión en condicional que se ha visto superada por los hechos. Me limito a reproducirla: «Si es verdad todo lo que se desprende del relato procesista –un Estado español que vulnera los derechos fundamentales, una policía política que persigue al independentismo, una justicia sin legitimidad, un Gobierno que actúa para mantener la razón de Estado, la escalada represiva con la cárcel y el exilio...–, si todo ello fuera cierto, algunos ciudadanos catalanes pueden considerar que sería un delito de lesa patria no responder con todos los medios a su alcance».

Los líderes del ‘procés’ son gente de paz, pero su relato está plagado de medias verdades que son peor que una mentira: el derecho a decidir como sucedáneo del derecho de autodeterminación (reservado a los países bajo dominio colonial); el concepto de elecciones plebiscitarias que remite a plebiscito (una práctica alejada de la democracia parlamentaria); la banalización de la secesión, que se presenta como una decisión menor (se puede declarar la independencia no ya sin una amplia mayoría social, sino sin la mayoría parlamentaria de dos tercios que exige el Estatut para su reforma).

«Las palabras –dijo el filólogo Victor Klemperer– pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico». El mismo efecto que ha producido la distopía de la independencia en una generación que se ha socializado con el ‘procés’. «Es el medio natural donde han hecho los primeros pasos, se han politizado, se han construido como ciudadanos. Para ellos, otra opción será difícil, desconcertante, quizá traumática», escribió Raimon Obiols hace justo un año.

El "miedo de los cultos"

El ‘president’ Torra habló de «infiltrados», pero Mireia Boya, exdiputada de la CUP (la fuerza independentista que no miente), apuntó en un tuit: «Sabéis perfectamente que estos jóvenes en las calles no son grupos violentos, son vuestros hijos, hijas, nietos, sobrinos, que han perdido el miedo y se defienden de la violencia policial. Están allí pidiendo un futuro digno». Entre tanto, el relato tóxico del ‘procés’ sigue vivo. Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC, afirmó al término de las ‘marxes per la llibertat’: «Preparaos para defender y sostener una declaración de independencia».

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Falta otra respuesta: gracias al «miedo de los cultos» (Klemperer, de nuevo). Sí, al miedo y al silencio de sectores del periodismo, de la intelectualidad, de la academia, de las patronales, de los sindicatos de clase, de la sociedad civil catalana, en suma, que compraron el relato del ‘procés’ mientras en privado marcaban prudentes distancias. Que no se rasguen ahora las vestiduras. Aquel inocuo derecho a decidir que avalaron se ha convertido en un tsunami devastador. Ya lo advirtieron: «’Els carrers seran sempre nostres!’». Una acotación final: la desintoxicación del lenguaje es previa a cualquier diálogo.